Crisis habitacional: cien personas tomaron terrenos en barrio Las Acacias

Llegaron el sábado por la mañana y ocuparon esas tierras, municipales, ubicadas al noroeste de Villa María. Unos días después, policías llegaron y los intimaron, mediante notificación de la Justicia, a irse. El desalojo está previsto para esta tarde.

—Sí, pasá —dice una chica de veintipico.

La casilla que armó, y a la que nombra como carpa, está sostenida por troncos y cubierta por la lona plástica de una pelopincho. Dentro hay un colchón de una plaza, un par de frazadas y dos termos. Las demás casillas están dispersas, algunas cercas de otras, otras más alejadas. 

 

Las brasas están en las últimas, pero aún humean, calientes. A un costado, sobre un bloque de piedra hay dos ollas. Una está vacía y la otra tiene apenas algunos fideos, restos de salsa. Es lo que han podido comer este martes 12 de agosto las familias que ocupan terrenos municipales desde el sábado en barrio Las Acacias, cerca del Depósito Policial de Villa María, al noroeste de la ciudad. Son las cinco de la tarde. Hay sol, pero no habrá por mucho más tiempo, tal vez quede una hora y media de luz.

Cada familia ha tenido que desmalezar, que limpiar montones de basura acumulada. Sin embargo, el yuyerío es bastante, todavía, acá, donde han encontrado víboras, ratas, perros muertos también. Mientras, en estos días, los vecinos los han ayudado: con agua, con algo de comida, incluso con un reflector para alumbrarse a la noche.

 

El lunes, a lo largo del día, llegaron hasta el lugar policías de la División Investigaciones de la Departamental San Martín.

—«Mejor que hayan limpiado porque se van a tener que ir» —se acuerda la chica que le dijo uno de los policías y dice, por otra parte, que también hubo policías que las trataron bien.

La chica está con otras chicas, la mayoría jóvenes, la mayoría madres. Son unas seis, siete.

—Somos treinta familias —sigue la de veintipico y recuerda que el sábado, cuando llegaron, eran veintitrés familias.

Treinta familias significan unas setenta personas, tal vez ochenta, y para este jueves 14, por la tarde, está previsto el desalojo. Una de las mujeres saca un papel y lo muestra. Es un acta de notificación e intimación de la Fiscalía de Primer Turno, a cargo de Silvia Maldonado, firmada por el cabo Jonathan Freytes, que le avisa a esta mujer que, en caso de no irse, la harán irse. Más mujeres tienen más actas. Una, por ejemplo, está firmada por la cabo Ayelén Moreno.

—No nos vamos a ir —dicen varias.

Ellas repiten que no quieren que les regalen un terreno. Lo repiten tanto como se repite tanto en las tomas de terrenos. Ellas explican que quieren poder acceder a uno y pagarlo.

—Por día, por semana, por mes —dice una.

—Queremos levantar una piecita y un baño, aunque sea —continúa otra.

—Esto hace años que está abandonado —menciona alguna.

 

En Villa María existe el Instituto Municipal de la Vivienda e Infraestructura (IMVI) que ha implementado, según lo especifica el portal web vivienda.villamaria.gob.ar, cuatro programas. Uno se llama «Fondo de Garantía para Alquileres» y, en este caso, el municipio actúa como garante de las familias. El segundo consiste en microcréditos para conseguir el acceso a gas natural, agua potable y cloacas. El tercero se denomina «Materializate» y permite que la gente pueda financiar la compra de materiales de construcción. El último es «Mudate» y contempla asistencia financiera para los gastos administrativos de una mudanza.

Las mujeres, dicen, han ido a la Municipalidad. Varias veces.

—Nos cierran la puerta en la cara —cuenta una y dice que quieren hablar con el intendente Eduardo Accastello, que les gustaría que él vaya hasta el terreno para conversar.

—Los policías nos dijeron que Accastello no quiere venir porque tiene miedo —sigue una de las más jóvenes, de unos diecitantos.

—¿Miedo de qué? —pregunta otra, de veintiuno, madre de un chico de cinco, de otro de un año y medio, y esperando al tercero.

Ella, la de veintiuno, lleva remera manga corta, y está con los brazos cruzados, como si quisiera conservar el calor del cuerpo porque ahora, cuando falta poco para las seis de la tarde, está empezando a refrescar. De pronto, habla.

—A la noche nos quedamos con los ojos así —dice y los abre todo lo que puede y con los dedos, extendiéndolos por delante de los ojos, acentúa el gesto.

Son noches largas, que se interrumpen a cada rato.

—Por el frío, los bichos.

Ellas temen por sus hijos y no entienden el temor de Accastello, de los funcionarios.

—Nosotros somos las que tenemos miedo de que vengan y nos tiren todo.

 

Casi no hay hombres y los que están no hablan ni hablarán: los otros, los que se han ido temprano, partieron antes de las ocho de la mañana, y volverán tipo siete de la tarde.

—Todos trabajan en la construcción —dice una de las mujeres.

Ella parece ser la más grande, por lo menos en este grupo. Debe tener unos cuarenta, habla sobre el trabajo de ellos y cuenta que cobran, por día, veinte, treinta, a lo sumo cuarenta mil pesos.

—Es imposible vivir con eso —dice la mujer y las demás asienten.

Después cuenta que ella es paraguaya y hace catorce años que vive en el país. Entonces, la de veintipico, dice que en estas tierras solo hay paraguayos y argentinos.

—Es más fácil criticar a los extranjeros —comenta la extranjera y lamenta que los policías las discriminen.

La de veintipico coincide y dice que los policías las amenazaron con que la Secretaría de Niñez Adolescencia y Familia (SENAF) les quitará a sus hijos por tenerlos viviendo en una casilla.

—Somos pobres, pero limpios. A nuestros hijos no les falta nada.

Cada mañana, las mujeres llevan a sus hijos a la escuela, caminando. Cuando regresan, buscan leña para calentarse. Cuando terminan las clases, los van a buscar. 

 

Gran parte de estas mujeres, además, limpia casas para hacer unos pesos. 

—No tenemos recibo de sueldo ni garantías —comenta una de las jóvenes.

Hay mujeres acá que alquilaron piecitas en barrio La Calera, pero no pudieron sostenerlo en el tiempo. Otras pueden quedarse, a veces, en lo de familiares. Otras ni siquiera tienen familiares. Y, de vez en cuando, han ido a los refugios, al de Villa María o al de Villa Nueva, a pasar la noche.

Y juntan un poco más —entre 100 y 200 mil pesos— con la Asignación Universal por Hijo o por Embarazo. Así intentan tener, por lo menos, para la comida.

—Pero no es lo único. Hay que comprar pañales. Hay que vestirlos. Darles útiles para el colegio —dice una que aún no había hablado.

La de veintiuno, que además está entrando al sexto mes de embarazo, vuelve a hablar y se pregunta por quienes se preguntan y hablan de aquellas mujeres, jóvenes, como ella, que tienen hijos.

—Yo me estaba cuidando. Pero tampoco me voy a deshacer de mi hijo porque no funcionó el método anticonceptivo. Me hago responsable.

 

Pasadas las seis de la tarde, cuando el sol comienza a descolgarse del cielo, ya varias de las mujeres se han abrigado. Algunas cargan a sus bebés en brazos y encaran hacia las casillas. Esta noche no saben qué comerán. Tampoco saben, en este momento, que al día siguiente, el miércoles 13, llegarán más familias y serán cien. 

 

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