El hecho ocurrió este martes 27 de mayo en un local que vende indumentaria deportiva por calle General Paz, entre Catamarca y San Juan, en el centro de Villa María.
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—'Ponete la campera inflable porque está frío, no te podés quedar de manga corta' —dice ella que le dijo a él.
No la encontraron. En ese momento, ella, veinte años, y él, su novio de dieciocho, se dieron cuenta que les acababan de robar porque apenas un rato antes, tampoco habían encontrado el buzo de él. Eran alrededor de las seis y media de la tarde del martes 27 de mayo,
Ahora, que son casi las ocho de la noche, ambos están de pie delante del mostrador de este local que vende ropa deportiva por calle General Paz, entre Catamarca y San Juan, a menos de una cuadra de la Policía. En el mostrador está el padre de ella, dueño del negocio, y detrás del hombre está la pantalla donde la chica y el novio revisaron las imágenes de las cámaras de seguridad para confirmar que había sido un robo y, después, para entender cómo había sido.
Al local se ingresa por una puerta vaivén. Se empuja. Al frente está el mostrador, donde estuvo todo el tiempo el novio y donde esta noche está el padre, atendiendo; este padre que no hará ninguna denuncia porque, dirá, los chicos son menores y entran y salen, «los tienen tres horas y los sueltan». A la izquierda, en un espacio no muy ancho, hay percheros, estanterías. A la derecha hay un espacio más ancho que se estira hacia el fondo, donde hay más ropa. Además están los tres probadores, uno al lado del otro. Al costado del tercero, hay otra cortina que da a lo que ella llama un depósito, con baño y cocina, en el que guardan ropa que no es de temporada —ahora hay mallas apiladas— y en el que también suelen guardar sus cosas; donde el novio dejó, apenas llegó, su campera inflable.
—Eran las —dice ella y se frena y se acerca a la pantalla del mostrador y mira y vuelve y completa la frase—. Las seis y cuarto más o menos.
En el primero de los tres probadores, el novio había dejado la otra ropa que llevaba puesta: un buzo, una remera y un pantalón. Allí se había cambiado para hacer una producción de fotos en la vereda. Así estuvieron durante un rato.
Después, cuando ya estaban adentro, entró un chico.
—De doce, trece años —cuenta ella.
Lo que muestran las imágenes es que fuera del local, apoyado en la pared, esperaba otro.
—De dieciséis, diecisiete —sigue.
El que ya había ingresado preguntó por un buzo del club de fútbol River Plate. Ella le mostró y él se quedó corriendo las perchas, revisando los modelos. Entonces, entró el segundo y le preguntó al primero qué iba a comprar.
El chico más chico, que vestía un buzo y una campera blanca, negra y aqua, eligió entonces un buzo de River y se metió al segundo probador. El de diecisiete, que vestía un buzo verde, eligió dos pantalones y fue al tercero.
(Nadie podía verlos porque ella estaba acomodando ropa y el novio en el mostrador y desde ese sector, desde el ala izquierda y desde el mostrador, no se ven los probadores).
El de trece regresó y le dijo a ella que el buzo le quedaba chico, que quería otro talle. Las imágenes de las cámaras muestran que, mientras tanto, el chico más grande había salido del probador para asegurarse que nadie lo estuviera viendo. En las imágenes se lo ve acercarse a la cortina que da al depósito. Cuando está frente a la cortina y ya ha metido una mano, hace una pausa, se gira un poco y mira otra vez, chequea que nadie lo esté viendo, que nadie vaya a aparecer, y el resto ocurre rápido, manotea la campera inflable del novio, se mete al probador y se queda ahí.
El chico más chico recibió otro talle del buzo y volvió al segundo probador. Ella, que no sabe por qué, sospechó. Intuyó que alguien había entrado al primero, donde el novio había dejado su ropa cuando se cambió para la producción de fotos. Revisó y vio, ahí, la campera blanca, negra y aqua del de trece y una riñonera con el precio colocado —un papel rectangular blanco, con el número escrito en negro—. Vio también la remera y el pantalón. No se percató, en el momento, que faltaba el buzo. La riñonera no es de ella ni de él ni la venden en el local: ella supone, recién ahora, unas horas más tarde, que la robaron en otro negocio, ubicado a una cuadra.
—Sí tuvo una actitud sospechosa —dice ella del de diecisiete.
Porque, dice, devolvió los pantalones y se fue.
—Muy rápido.
El chico más chico quedó en el local unos diez minutos más.
—Se hacía el interesado —dice ella.
Le pidió el alias. Ella se lo dio.
—Supuestamente la madre iba a transferir para el buzo.
Las imágenes de las cámaras muestran que el de diecisiete salió y encaró para el centro y el de trece para el otro lado, el lado de la Policía. Las imágenes muestran que el de diecisiete sale con su buzo verde puesto y no parece llevar otra cosa. Sin embargo, camina incómodo y mueve un poco el cuerpo como si quisiera acomodar algo: debajo del buzo verde —dice ella, convencida— lleva puesta la campera inflable del novio. El de trece también sale y camina y no lleva su campera blanca, negra y aqua: lleva puesto, en cambio, solo su buzo. Ella dice que debajo lleva el buzo del novio. Y él, el novio, asiente.
¿Qué sucede cuando los que cometen un delito son menores?
Los policías pueden detener a los chicos que tienen entre dieciséis y dieciocho, si los encuentran cometiendo un delito. Luego tiene que intervenir la Fiscalía y el Juzgado de Menores.
El Juzgado de Menores tiene trabajo: cita a la familia de los chicos, entrevista a los padres de los chicos, y le pide a la Secretaría Nacional de la Niñez, Adolescencia y Familia (Senaf) que analice: que vea si los chicos van a la escuela, si hacen deportes, si tienen antecedentes, si alguien los puede atender, cuidar, contener: escuchar.
La Fiscalía hace lo suyo: les comunica a los chicos el delito por el que están acusados y los libera o le pide, al Juzgado de Menores, la detención. Si los detienen, aparecen los abogados, que de entrada son los del Estado y, de entrada también, aparecen los representantes de menores del Estado, y aparecen las opiniones y, según esas opiniones, que se trasladan a informes, los representantes de menores sugieren que los chicos sean trasladados —o no— a institutos de menores: en el caso de Córdoba es el Complejo Esperanza, donde hay psicólogos, asistentes sociales y donde, a veces, algún que otro chico se manda una.
En un instituto, como el Complejo Esperanza, los chicos pueden estar entre un mes y tres como máximo. Durante ese período, se va revisando qué pasa con los chicos: de acuerdo a lo que digan los informes se decide si pueden volver a la calle, si existe la posibilidad de que pase eso que dice la Constitución Nacional: que se reinserten.
A los menores menores —los que tienen entre 13 y 15— no se los puede detener. En estos casos ya no interviene la Fiscalía: solo se mete el Juzgado de Menores y la Senaf.
Lo que falla cuando hay alguna intervención, en estos casos, es el seguimiento.
Con los que tienen menos de trece no se puede hacer nada: absolutamente nada.
Cuando los chicos cumplen dieciocho pueden ser trasladados a una cárcel —dependiendo el caso, y debe haber una declaración de culpabilidad—: sin embargo, de lo que se trata es de tutelarlos: de ampararlos.
De todos modos, a pesar de que la policía haga —o no— lo que tiene que hacer, hay otros problemas con los trabajadores de organismos como la Senaf, donde los salarios no son lo que deberían ser, donde no hay personal.
Y el gran problema con los menores es el gran nivel de adicción: a la cocaína y las pastillas de venta comercial. A veces, las familias que están encima de un chico de catorce con adicción, por ejemplo, cuando pasan años —dos, tres— se cansan, se resignan, se retiran: dicen basta, hasta acá. Y allá, más allá, lo que hay después —un mientras tanto inagotable, una peregrinación— es cada juzgado donde se esperan informes, donde se reciben informes, donde se estudian informes: esos informes que siguen los tiempos —desmesurados, mayores— de la justicia.
Hace algunos días, cerca del Polideportivo, casi diez chicos abordaron a dos, de 14 años, y les sacaron el celular. Un tiempo antes, una chica de quince iba a la escuela cuando, a las siete de la mañana, un hombre avanzó hacia ella en el puente del Subnivel.
Esta es la historia de Priscila Pérez, 19 años y embarazada de siete meses, que vive en una casilla, en un terreno que usurpó en el predio Nuevo Central Argentino (NCA), en la Media Luna Los Chaleses, en el barrio Las Playas.