Violencia municipal, social, policial: crónica sobre un intento de desalojo

Esta es la historia de Priscila Pérez, 19 años y embarazada de siete meses, que vive en una casilla, en un terreno que usurpó en el predio Nuevo Central Argentino (NCA), en la Media Luna Los Chaleses, en el barrio Las Playas.

Le suena el celular. Atiende.

—Estoy esperando que venga la topadora —dice.

Habla apenas unos segundos y corta. Son las diez y media de la mañana de este jueves quince de mayo, ya no llovizna, y ella, Priscila Ayelén Pérez, diecinueve años y un embarazo de siete meses, está sentada en una silla de este pedazo de tierra húmeda que usurpó en el predio Nuevo Central Argentino (NCA), en la Media Luna Los Chaleses, en el barrio Las Playas.

En marzo de 2023, el municipio de entonces firmó un convenio para la constitución de lotes destinados a familias pobres en este sector, donde los terrenos pertenecen al Estado Nacional. Después se produjo la posesión efectiva con el certificado del Registro Nacional de Barrios Populares (Renabap).

 

Al lado de Priscila Pérez, algunas sentadas y algunas de pie, hay vecinas. Una, que está sentada sobre un ladrillo, fuma. Hay una mesa baja, de madera, en la que están apoyadas una yerbera, una azucarera, un termo, un mate ya lavado, un equipo de mate con un paquete de yerba, una bolsa de criollos. Un perro está echado, otro da vueltas. Detrás de ellas está la casilla donde vive —donde duerme espera aguanta— Priscila Pérez desde el viernes, este cubo de un metro por metro, con una cama, que armaron entre todas con alambre, madera, chapa, nylon, colchas, sábanas. De a ratos, se acerca algún varón desde una casa cercana, pero ninguno habla demasiado. Todas, ellas, están esperando que suceda lo que, supuestamente, debería haber pasado. 

El lunes, llegó el documento con el aviso: si usted Priscila Pérez no se va en veinticuatro horas, sepa que puede «ser lanzada por la fuerza pública» porque está en un terreno, cuyo adjudicatario es Juan Manuel Moreira. La saludan atentamente el fiscal René Bosio y su secretario Pedro Diana, del Tercer Turno.

Hay otro que espera, también. Es un policía que hace un rato se bajó de un auto porque hay consigna policial, una guardia por tiempo indeterminado, por si acaso.

 

El martes, en un grupo de WhatsApp, llegó un audio de una amiga de Priscila Pérez. Eran casi las seis y media de la tarde y avisaba lo que sabían hasta ese momento: que a las siete llegarían el fiscal con su gente y policías para hacer el desalojo. 

Pasadas las siete, las mujeres estaban en medio de la calle, no muy lejos de la casilla. Priscila habló poco. Dijo que no pudo pagar más un alquiler y que por eso está acá, en esta casilla al margen del ferrocarril. Dijo que estas son tierras del Estado Nacional y que el supuesto adjudicatario del terreno no lo ocupó porque, le dijo, no va a vivir en un loteo sin servicios, con calles de tierra, con barro. Dijo que no quiere trabajo porque tiene, que limpiaba en una escuela de siete de la tarde a dos de la mañana y que volverá cuando nazca su hija. Dijo que le ofrecieron un bolsón con mercadería desde el municipio y que ella no necesita comida. Dijo que le ofrecieron alquiler por un mes. Dijo que necesita una pieza porque va a parir pronto. Dijo que se no se habla con su padre ni madre. Dijo que tiene un hermano, que sí vive con los padres. Dijo que está separado del papá de su hija, el futbolista Julián Cecchini de veintipocos, jugador de Rivadavia de Arroyo Cabral, club que tiene como presidente a Silder Bosio, hermano del fiscal Bosio. Y Priscila dijo lo que ya ha dicho: que no se va a ir, que se va a quedar acá.

 

 

Hacían diecinueve grados, pero cualquiera podría haber dicho que hacían menos. No había viento. Ellas vestían camperas y se cubrían las cabezas y buena parte de la cara con la capucha de las camperas. Llevaban joggins, jeans, zapatillas unas, chancletas con medias otras. La luna ya se había descolgado sobre el cielo, amarilla redondísima y poco nítida, como si la cubriera un tul. De todos modos, la luz era poca y lo que se podía ver de ellas, de sus caras, eran los ojos y los labios, cuando hablaban. Cuando recordaban, por ejemplo, lo que pasó en este lugar, al sureste de Villa María: porque acá, a unos cien metros de esta casilla, el martes 28 de enero de 2025, operarios que trabajaban en la obra del Arco Sudeste de la Circunvalación rompieron con una retroexcavadora un ramal del gasoducto que administra Ecogas. Hubo, entonces, una explosión y una familia de cinco que terminó internada, quemada. Dos de la familia —un padre y su hijo— murieron una semana después. Hubo promesas del municipio y la provincia para que este lugar tenga los servicios básicos y la gente no reniegue como sigue renegando con la luz, con el agua, ya en mayo. Porque abren las canillas y, a veces, no sale agua. Porque se corta la luz y se quema algo, un lavarropas, como le pasó a una mujer.

Hubo más promesas: asistencia a las familias por el trauma que representó esa tragedia.

Se hicieron casi las ocho y no pasó nada. El martes se fue así: esperando.

 

Lo que pasó el miércoles, lo cuentan esta mañana de jueves, entre todas.

—Vino el jefe —dice una.

—¿Qué jefe? —pregunto.

—El Comisario Mayor —dice otra.

—Uno grandote de la Policía —dice la que dijo primera.

El jefe grandote Comisario Mayor es Roque Carabajal, director de la Departamental San Martín.

«Vos, a esto lo hacés de caprichosa», dice una vecina que le dijo el jefe Carabajal a Priscila Pérez. Cuentan que una trabajadora social —a las que ellas llaman asistente social— se rió de ella y le insistió con el bolsón de mercadería. Cuentan que cuando quisieron intervenir, frenarlo, el jefe Carabajal le contestó a una: «Vos que estás opinando tanto, ¿por qué no te la llevás a vivir a tu casa?». Cuentan que él, y otros policías, la encararon a Priscila sola, que la quisieron hacer firmar un documento que, de todos modos, no firmó. Cuentan que ellos, como no consiguieron la firma, se fueron.

—Les vieras la cara —dicen varias vecinas.

Mientras conversan, lo que se sabe, además, es que durante la noche del miércoles, llegó un cadete. «No pregunten, a mí me mandan», dicen que les dijo.

—Se bajó y nos dio un sobre con plata —dicen después.

Priscila, esta vez, esta mañana, tampoco habla mucho. Sin embargo, dice algunas cosas. Que desde la justicia y la policía, por lo general, hablan con el papá de su hija; que no entiende por qué no lo hacen con ella. Que le han pedido al papá de su hija, con el que habla de vez en cuando, que la convenza de irse.

 

Son las once de la mañana y las mujeres siguen frente a la casilla, la mayoría de pie. Dicen que nadie del Instituto Municipal de la Vivienda, que preside Ángel Quaglia, se ha acercado. Dicen que nadie les responde los mensajes. Dicen luego que hoy, tal vez, empiecen a cavar. Y, si no, mañana. El policía sigue, parado también, a un costado del auto que, dice, es el propio porque en la dependencia administrativa donde trabaja no hay móviles; los móviles, sigue diciendo, están para otras cosas, patrullando, en la calle.

 

Ahora, que son las diez de la noche, imagino a las mujeres, todas, sentadas alrededor de la casilla, esperando. Imagino en qué pueden estar pensando: en que el desalojo quizá sea mañana y en que es inquietante el hecho de que las autoridades les digan «mañana» porque es hablar del futuro es una manera de prolongar la incertidumbre. 

Pienso que hay alerta por tormentas para las seis de la mañana de este viernes. Pienso que es posible, muy posible, que llueva.

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