Otro robo adolescente, a una cuadra de la Policía
El hecho ocurrió este martes 27 de mayo en un local que vende indumentaria deportiva por calle General Paz, entre Catamarca y San Juan, en el centro de Villa María.
Cada 5 de mayo es el Día Internacional de la Celiaquía y en este caso, ella cuenta su historia desde 2009, el año en que recibió el diagnóstico.
—Mi alimentación era un desastre —dice.
Un desastre significa ninguna verdura, por ejemplo. Significa, en cambio, comida chatarra y muchos snacks: papas fritas, maní, chizitos. Significa, también, muchas golosinas.
Es el mediodía de un domingo y Romina Godoy, treinta y seis años y madre de un hijo de poco más de un año, está hablando de aquellos años, de la niñez, la adolescencia, cuando todavía no le habían diagnosticado celiaquía.
—En mi casa se comía normal. Comíamos bife con puré, con ensalada. Pero capaz que a mí me pintaba comerme un paquete de chizitos antes de cenar.
Y lo comía. El resto de su familia, dice, comía «bien».
En el portal oficial de Estado Argentino se define a la celiaquía como una «enfermedad crónica que se desencadena por la ingestión de proteínas presentes en el trigo, la avena, la cebada y el centeno», que habitualmente son llamadas gluten y afectan el intestino delgado de las personas que están genéticamente predispuestas: daña la mucosa del intestino y disminuye la capacidad de absorción de nutrientes.
Después, se explica que puede aparecer en cualquier momento y que es más común en las mujeres que en los varones.
Lo que se sabe, incluso, es que tiene un componente hereditario, pero eso no significa que la enfermedad vaya a desarrollarse.
Este lunes, como cada 5 de mayo, es el Día Internacional de la Celiaquía.
Nacida en Pozo del Molle, una ciudad de poco menos de seis mil habitantes del centro este de la provincia de Córdoba, Romina, a eso de los dieciocho, como tantos, se mudó a Villa María para estudiar.
—¿Cómo era un almuerzo, una cena? —pregunto.
—Comía mucha Paty con huevo revuelto. Estaba más seca que pan de picnic —responde.
Es en esa época, entonces, cuando sucedió. En 2009 su abuela murió de cáncer de riñón.
—Fue como si se hubiese muerto mi mamá.
El año anterior, durante la enfermedad de la abuela, ella (que es intolerante a la lactosa desde pequeña) también empezó a sentirse mal. Tenía diarrea. Fue al gastroenterólogo y él le habló de colon irritable.
—Dicen que el estómago es el segundo cerebro. Entonces, tenés un problema y enseguida te dicen: 'Andá a caminar'. Me mandaba al psicólogo.
Llegaron, por esos días, las internaciones: en Villa María, en Pozo del Molle.
—Al tener una diarrea crónica estaba muy anémica.
Llegó, además, un viaje a Chivilcoy, en el norte de la provincia de Buenos Aires, donde vivía su madre.
—Fui un día a visitarla. Y me agarró una diarrea, me desmayaba. Imaginate: pesaba cincuenta kilos —dice Romina que, ahora, pesa setenta.
Allá fue al médico.
—Me dijo que a los cinco meses de tener una diarrea crónica, se hace un análisis de celiaquía.
Allá le hicieron los estudios que en Villa María habían pasado por alto.
En Villa María, a los días de haber regresado, se enteró del diagnóstico. Era 2009: hace dieciséis años, ella tenía veinte.
—Tuve que googlear qué era. No tenía ni la menor idea.
Para hablar de ese momento usa la palabra «preocupación», por lo que mostraba la tomografía.
—Tenía los intestinos muy distendidos y todos pelados. El gluten hace que se caiga la vellosidad del intestino.
Recuperar la vellosidad del intestino le llevó, como le dijo otro médico con el que empezó a tratarse en Villa María, dos años. Ese médico le dijo que se cuide y le fue directo: «El problema es a largo plazo. Podés tener cáncer de colon». Y siempre lo tiene presente porque, en juntadas, suele escuchar gente que dice que tiene conocidos con celiaquía que comen lo que no deberían comer y que se aguantan la diarrea. Suele escuchar a otros que hablan de conocidos con «un grado de celiaquía», que pueden consumir algunos productos.
—Eso confunde al resto. La diferencia está en cómo sufriste la enfermedad —dice.
Y dice que de esa manera se le resta importancia a la celiaquía.
—Parece que estamos locos, que somos exagerados. Si sos celíaco no podés comer alimentos contaminados —dice y cuenta lo que suele pasar en los asados, con la contaminación cruzada, cuando se pone el pan en la parrilla donde está la carne que comerá la persona celíaca.
—Me re costó. Es como que tenía abstinencia.
Hace dieciséis años, en 2009, con suerte encontraba un alfajor de arroz integral, libre de gluten, en algún quiosco.
—Me amigué con la cocina —dice.
Sin embargo, tuvo que esforzarse: no había demasiadas opciones.
—No había casi premezcla. Tenía que comprar los ingredientes, mezclarlos y hacer la harina —recuerda.
Así, con el tiempo se alejó de los alimentos procesados.
—La mayoría tienen conservantes, colorantes. Te ponés a leer las etiquetas y son terribles.
A su familia, dice, le costó entender.
Y a su madre, unos tres años después que a ella, le diagnosticaron celiaquía.
Romina habla de la importancia del entorno: de la familia, de los amigos. Se acuerda de Solange, una amiga que hizo en sus años como estudiante en Villa María y que estuvo cuando ella tuvo que dejar, también, bebidas que le gustaban, como la cerveza y el whisky.
—Me re ayudó. Comía chocoarroz que era horrible. No comía bizcochos delante mío. No comía un montón de cosas para no tentarme. Le buscábamos la vuelta, nos juntábamos a comer y tratábamos de que sea para las dos.
Las amistades siguen siendo importantes.
—Me junto y pedimos para celíacos. Incluso he ido a cumpleaños donde la cumpleañera ha hecho tortas para celíacos. Mis amigas son re de hacerme la segunda en todo.
A veces, algún fin de semana, Romina tenía ganas de pedir una pizza. Y no podía. Ella cuenta que en Villa María ciudad había restaurantes con menú para celíacos pero en dos de ellos, cuando fueron vendidos, los nuevos dueños quitaron esa alternativa.
Incluso, se acuerda de otra vez, hace seis o siete años. Había abierto un espacio nuevo y fue con su pareja. Él pidió una cazuela de mariscos. A ella le trajeron un bife con ensalada.
—En ese momento dije: 'Esto es un chiste'. Para comer un bife con ensalada me quedo en mi casa. Y no tenían postre.
Si no, lo que suele pasar, es que le calientan con el microondas comida en recipientes de plástico. Le ha pasado con ravioles: los que estaban en la superficie quedaban muy calientes y los que estaban debajo, fríos. Le ha pasado que le entregaban un menú envuelto en una bolsa de nylon que tenía que dejar sobre la mesa. Le ha pasado, sobre todo, que los mozos no sabían qué es la celiaquía.
—¿No tomás leche, vos? —dice que le han preguntado.
Esto le ha pasado hasta en los casamientos, donde tenía que preguntar y preguntar si le habían hecho un menú, si había algo dulce para ella.
—Los había hartado.
Por eso, durante años —durante más de diez— dejó de almorzar o cenar afuera, en bares.
Desde hace algún tiempo, ahora, puede salir con su pareja o con sus amigas a un bar del centro.
—Es pura y exclusivamente sin gluten. Es el paraíso de los celíacos —dice.
Romina dice que no se siente enferma.
—Siento que es una condición de vida distinta a la de otras personas. Yo hoy la puedo manejar. Pero hay gente que no, ojo.
Ella, que alguna vez formó parte de un grupo de contención que se juntaba en la Medioteca a conversar, escuchó historias. En esas historias había padres y madres que veían la tentación en sus hijos adolescentes.
—Abrían la alacena y veían galletitas y se las comían. O el marido pedía pizza y ellas no se podían contener. A mí nunca me pasó eso.
Ella sabe que su pareja, seguramente, alguna vez debe haber tenido ganas de comer una factura.
—Nunca trajo gluten a casa. Siempre me acompañó. Es como un celíaco más él. No tengo la tentación de abrir la alacena y encontrarme con un paquete de masitas que no es apto.
La vida, mientras, sigue así. Cada dos o tres años se hace una endoscopía.
—Siempre me dan perfectas.
Come frutas, proteínas, verduras, panificados hechos con harina sin gluten. Hoy puede pedir una pizza, un lomo, comprar unas pastas.
Y ante todo, sabe lo que sí, lo que no.
El hecho ocurrió este martes 27 de mayo en un local que vende indumentaria deportiva por calle General Paz, entre Catamarca y San Juan, en el centro de Villa María.
Hace algunos días, cerca del Polideportivo, casi diez chicos abordaron a dos, de 14 años, y les sacaron el celular. Un tiempo antes, una chica de quince iba a la escuela cuando, a las siete de la mañana, un hombre avanzó hacia ella en el puente del Subnivel.
Esta es la historia de Priscila Pérez, 19 años y embarazada de siete meses, que vive en una casilla, en un terreno que usurpó en el predio Nuevo Central Argentino (NCA), en la Media Luna Los Chaleses, en el barrio Las Playas.