Crónica

Fragmentos de un discurso amoroso: crónica sobre el Trío Mal de Amores

A Ana, por su lucidez cada vez, siempre.  

 

—¿Che, ustedes cómo se llaman? —les pregunta alguien en un bar.

Ellos, que andan presentándose en bares sin nombre, no saben qué responder.

Uno, sin embargo, improvisa.

—Mal de Amores —responde.

En el bar les hacen una pregunta más.

—¿Y cuántos son?

El que ha respondido antes, vuelve a responder y no dice «tres».

—Un trío —dice.

Esa noche, cuando llegan los tres al bar, en un pizarrón leen: «Esta noche, Trío Mal de Amores».

Y es, entonces, definitivo.

Era 2018, Punta del Diablo, un pueblo costero del sudeste de Uruguay, a casi trescientos kilómetros de la capital, donde viven unos ochocientos y donde hay algunos más, en verano. Habían llegado en abril, en una Kangoo, para la Semana del Turismo, que coincide con Semana Santa, a trabajar por primera vez juntos: los tres.

 

Antes de aquel abril, sin embargo, hay otra historia que podría comenzar, por ejemplo, así, diciendo que a veces se necesita otra cosa.

Para él, separado de su novia, una novia de años, otra cosa es un viaje, algo pequeño, mínimo, fugaz. Él, nacido en Bell Ville, es Ignacio Paul Stanfield, treinta y cuatro años, y llega durante los primeros meses de 2018 a Punta del Diablo donde se encuentra con él, otro, al que conoce, porque ambos han dado clases —de canto, de guitarra— durante 2017 en una academia de música. Él, el otro, se llama Pedro Brignone, tiente treinta y siete, y cuando los dos se encuentran forman un dúo y hacen su trabajo: hacen música, tocan, cantan.

Una noche conocen a una chica, Tatiana Paz Margulis, dueña de un hostel, y conversan. Le cuentan que viven en Villa María. Ella les dice que conoce a un payaso de esa ciudad. Ellos se miran, saben que les está hablando del Chumy. Los tres se juntan y se fotografían. El Chumy es Ramiro Chanquía, cuarenta años, y sabe de ella, que para él es “La Tati”; varios años antes la ha conocido en un viaje al sur. Por Facebook, recibe la foto: ella aparece abrazada a Ignacio y Pedro. El texto de la foto dice: «Villa María presente».

Chumy también sabe de ellos. En 2017 conoce a Ignacio, que asiste a un taller de teatro suyo. Y a Pedro lo tiene visto desde hace mucho. Chumy es amigo de su primo y, desde chico, cuando iba a la casa, a veces se lo encontraba.

 

La historia podría seguir así, con “Tati” sugiriéndole a Chumy que viaje a Punta del Diablo.

—Yo estaba mal de amores. Muy dramático, pasándola muy mal —dice Chumy.

Él le va a preguntar cuándo vuelven los otros dos y los otros dos, resulta, vuelven al día siguiente. Él va a averiguar el precio de un pasaje y va a viajar solo, en febrero de 2018, con su espectáculo de payaso.

 

Mientras, los tres van a mantenerse en contacto y dirán de juntarse a charlar.

 

 

Entonces:

Ignacio y Pedro regresan. Chumy va. Queda pendiente la charla.

El que va, después, vuelve. Y cuando está por volver, la “Tati”, del hostel, le hace esta pregunta: «¿Por qué no se organizan y vienen los tres?». Chumy le pregunta cuándo. Ella le habla, ahora sí, de la Semana del Turismo.

Chumy llega a Villa María y la charla deja de quedar pendiente. Se juntan a comer.

—Yo voy. ¿Ustedes quieren venir?

 

El regreso a Punta del Diablo, todos juntos, está decidido. Empiezan a ensayar.

—Los ensayos eran catarsis —dice Pedro.

Pedro escucha la historia de Chumy, la de Ignacio. Y, también, habla de la suya.

—Pará. A mí me dejaron la semana pasada —dice que les dijo durante aquellos días, cuando hacía poco que había vuelto de Uruguay con Ignacio y empezaban a organizar el viaje los tres.

Lo que dice Chumy es que, de alguna manera, se suma al dúo de Ignacio y Pedro, con el cajón, en percusión. Lo que dice, además, es lo que puede ver ahora, cuando ya han pasado años, tiempo.

—Eso nos salvó la vida.

Eso —que les salvó la vida— es estar —poder estar— con otro varón y decir, por ejemplo, hoy estoy triste.

 

—No teníamos un mango —recuerda Chumy.

Pero está “Tati”, la chica del hostel y no pagan estadía, ella los hospeda.

Ellos, los tres, hacen lo demás: se presentan en cada bar que encuentran y en cada bar cuentan que han llegado desde Córdoba, desde Argentina, todos tapados por un mal de amores y que les van a contar por qué. Y no les cuentan: tocan nomás, cantaban las canciones de Jorge Drexler, Charly García, Fito Páez, de Los Fabulosos Cadillacs, de Nicolás Ibarburu, de Gustavo “El Príncipe” Pena.

—No había una obra. No había una puesta en escena —dice Chumy sobre esas actuaciones en la Semana del Turismo de 2018.

 

Durante los primeros meses de 2019, todavía verano, repiten Uruguay.

Son ellos tres y otros dos.

Es música, un repertorio similar al de la primera vez.

Son «Modo Bamba», otro nombre, un nombre —tal vez— de paso.

Son otra cosa.

 

Mientras, el «Trío Mal de Amores» —lo que será unos meses después— va tomando forma. Hay un guion de lo que se llamará «COVERSación entre tres».

 

Ignacio le insiste a Chumy: «Tenés que hacer algo entre tema y tema». Se lo dice en algún momento, en alguno de los viajes a Uruguay. Chumy le contesta: «¿Pero, ¿qué querés que haga? Es una propuesta musical». Ignacio sigue insistiendo hasta que Chumy le contesta: «Si vamos a hacer algo, armemosló, armemosló entre los tres. Que tenga un principio, un desarrollo y un final».

Lo hacen: comienzan a armar —a escribir— la historia.

 

La historia, se dan cuenta, no necesita Drexler, Charly, Fito, Cadillacs, Ibarburu, Príncipe. 

—Nos pusimos más cursis —dice Ignacio.

—Empezamos a investigar —dice Chumy.

Ignacio se acuerda de su padre, que solía tocar «Llévatela» del mexicano Armando Manzanero. Esa canción que dice: 

«Olvidaba decirte

Si al querer decir tu nombre

Pronuncia el de otro hombre

Así le pasó conmigo

Por eso vamos mi amigo

Te suplico la lleves por el bien de los tres»

—Un bolerazo —dice Chumy.

 

El género era ese, el bolero: al servicio del amor —del desamor—, desde finales del siglo XIX.

 

«El más popular de los lenguajes románticos de Hispanoamérica y el más romántico de sus lenguajes populares» —como se ha escrito—, nace en Cuba, se desparrama rápido por el Caribe y en México crece durante la década del treinta. Es México donde aparecen tríos como «Los Panchos», «Los Tres Diamantes», «Los 3 Caballeros», «Los Soberanos». Es ese país donde crece con la radio y el cine y los actores y las actrices que muestran —que construyen— los modos de ser hombre y de ser mujer, y las salas de cine de las que salen los hombres y las mujeres cantando boleros que no dejarán de cantar.

Es, con el tiempo, el bolero en otros países como Puerto Rico, Venezuela, Ecuador, Colombia, Chile, República Dominicana. Es Argentina, incluso, en esos años de Carlos Gardel, de tango. Esta Argentina, la de Jorge Luis Borges, el escritor que dijo: «El bolero cultiva ilusiones y el tango desengaños».

 

(No es lo mismo. Una cosa es el bolero de la Cuba caliente cálida calurosa, y otra el del Cono Sur, cordillerano, para hombres —mineros, obreros de ferrocarril, campesinos, peones, vaqueros, cosechadores de papa y café— que le meten monedas a la «rocola» mientras toman algo y escuchan letras que hablan de «de traiciones, desamores, desquites, castigos y, a menudo, crímenes» (Tapia Tovar (2007), temas que también, y sobre todo, se escuchan en los tangos).

 

Es el bolero, este género que va del amor feliz al contrariado, que predomina. Es este género con sus matices, con todo eso que —como también se ha escrito— incluye la pasión desenfrenada, la lírica dulzura, los abandonos y despedidas, los celos, las añoranzas, el desamor y la desesperanza, el despecho y el desprecio, el dolor, el temor, la tristeza y el miedo, los arrebatos de furia, las dudas, los miserables engaños, los reproches, las rupturas y la soledad, la más absoluta terminante categórica.

 

Son las cuatro de la tarde de un viernes de marzo y ellos están, sentados, cada uno en una silla, sobre este escenario que conocen tanto, el del Teatro Sarmiento, frente a Plaza Centenario, donde van a actuar mañana.

—Y es muy teatral —dice Chumy sobre el bolero.

Por eso, cuando hablan de lo que hacen, dicen esto: que es una obra de teatro con música en vivo. Lo que se ve también es esto: la risa, en una obra atravesada por el discurso del amor-humor. 

Ellos se acuerdan del principio, de las primeras funciones, del estreno en septiembre de 2019, de los días antes de aquellas funciones en las que había gente que no les preguntaba cuándo era la obra. Se acuerdan de esos días en los que la pregunta era, en cambio, cuándo tocan.

—Muchos pensaban que era netamente musical —dice Ignacio.

—Pero, por lo general, el que viene por primera sabe que hay música, alguien le comentó algo. Pero no sabe qué va a ver —dice Chumy.

El que viene por primera vez a este teatro, de todos modos, lo entiende rápido, cuando se apagan las luces y aparecen dos de los tres y se paran en el escenario y, por un rato apenas, breve, no pasa nada. Ese rato, apenas, de un silencio decisivo.

—Genera incomodidad. Y eso dice que hay que mantenerse callados, digamos —sigue diciendo Chumy.

En el público están los otros: los que vieron la obra dos, tres veces. Y hay algunos, dicen ellos, que la vieron diez veces y más de diez.

 

El Teatro Sarmiento no había sido la opción primera. No estaba siquiera en los planes. Como siempre tocaban en bares, imaginaron estrenar la obra en un bar, hacerla a lo café-concert. Y habían decidido en cuál.

—Con la gente tomando algo, descontracturado —dice Ignacio que, con Pedro, tienen a cargo la dirección musical de la obra.

El lunes 13 de agosto de 2018, pasadas las ocho y media de la noche, en Facebook aparece este posteo: «(…) queremos informales que debido a la decisión unilateral del dueño del local de no renovar nuestro contrato de locación, nos vemos en la necesidad de cerrar las puertas (…). Muchas gracias por apoyar la cultura independiente».

El comunicado es de Escena, un espacio que funcionó durante dos años en Estados Unidos 281, en el centro oeste de Villa María.

—De un día para el otro cerró—recuerda Chumy.

Pedro intenta recordar ese momento.

—Suponete que Escena cerró un jueves —dice.

Pedro supone porque lo que supone es que tuvieron suerte. Supone que a los días, por ejemplo el sábado, vinieron a este teatro con Ignacio a ver la presentación del disco del músico Matías Pérez.

—Nos sentamos. Es acá —dice Pedro que dijeron.

Pedro, además, conocía al encargado.

—Era todo lo que yo quería. Hacer una obra de teatro —dice Chumy ahora, este viernes de marzo.

Una obra que hasta ese entonces era música con teatro.

—Empezamos a laburarlo con otra teatralidad —sigue Chumy.

Laburaron lo que se llama la puesta.

Y así es que llegan acá, al Teatro Sarmiento, los tres.

 

Con el tiempo llegan a otros escenarios, el del Teatro Verdi —donde hicieron la centésima función con la Orquesta Filarmónica de Villa María— el del Teatro Real en Córdoba, el del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, en Buenos Aires. 

Y, mientras tanto, llegan premios: en los Carlos 2020 el trío recibe el «Chango Juárez» al mejor espectáculo cordobés, ese mismo año también recibe la mención al «Teatro independiente» en los premios Estrellas de Concert 2020, otra vez en Carlos Paz, y unos años después, queda nominado como «Mejor humorístico musical» en los Carlos 2022 y 2023.

 

—Él piensa como un diagrama de Gantt —dice Chumy sobre Pedro.

Palabras más, palabras menos, ese diagrama es un gráfico para exponer el tiempo que se le va a dedicar a diferentes tareas.

Pedro, que además de haber estudiado música —y de venir de familia de músicos: abuelo, padre, hermano, tíos—, y de haber viajado tocando la guitarra, es egresado de Relaciones Públicas e Institucionales, con un postítulo en Administración de Empresas.

—Cuando arranca la idea, de alguna forma organizo, tengo más facilidad para pensar ciertas cuestiones —dice Pedro después.

De teatro, sin embargo, nada en su formación.

—Fue todo un tema que yo actuara. Ahora me veo, estoy tirando pasos ahí adelante. Me enojé varias veces en el proceso, cuando estábamos armando, yo no quería actuar —sigue diciendo.

—Yo creo que lo fundamental fue que Pedro estuvo en México. Vos tuviste que tocar —dice Chumy.

—Tuve que tocar mucho. Mucho solo —contesta Pedro sobre esa época.

Ignacio piensa en ritmo, armonía, melodía: en música.

Hijo de una madre que tomaba talleres de teatro a los que lo llevaba, y de un padre músico, él empezó por la música.

—En Bell Ville había más posibilidades de armarte una banda. Pero siempre, cuando tuve la posibilidad de actuar en algo, iba —cuenta. 

Y armó bandas en esa ciudad, cabecera del Departamento Unión, de la que dice esto:

—Hay una cuestión estudiantil muy fuerte, artística.

Cuando llegó a Villa María, adonde no conocía a nadie, a sus diecisiete, dieciocho, tenía claro que quería hacer teatro y evitar, dice, que pasara lo que solía pasar antes, hace años: que si tomaba clases con alguien no pudiera tomar clases con alguien más.

—Antes era todo medio clan. Yo no me quería meter en eso.

Quería el juego.

Chumy, encargado de la dirección y puesta en escena de la obra de «Trío Mal de Amores», empezó con el teatro a los once, cuando se lo propuso su madre porque, supone, lo vio tímido.

—Me cuesta mucho vincularme, tener una conversación con alguien si no tengo mucha confianza. No sé cómo hacerlo. O sea, sí sé cómo hacerlo porque justamente he adquirido herramientas —comenta.

Él, que piensa en punto, línea, plano, textura, color porque, también, es egresado de la Escuela de Bellas Artes de Villa María.

 

Los tres y sus miradas: sus ideas del mundo, sus maneras de entenderlo.

 

—Nos encontramos con una frase que fue clave —dice Chumy.

La frase dice: «Primero duele, luego da rabia, finalmente da risa».

Ellos son tres y decidieron que cada uno —cada personaje— represente un estadío.

 

Chumy es «Miguel»                Ignacio es «Alfredo»              Pedro es «Salomón».

 

—Ella quería que seamos distintos, pero del mismo planeta. Eso nos dijo. Entendió un concepto —dice Ignacio.

Ella es Yanina Pastor, la vestuarista del trío y unos días después del último show intenta recordar.

Lo que recuerda es que fue, por lo menos, a cuatro ensayos —algunos se hicieron en casa de Pedro— y escuchó el repertorio de la obra: «Junto al Jagüey» de Juan Torrealba, «Cama y mesa» de Roberto Carlos, «Llévatela» de Manzanero, «No vale la pena» de Pablo “Tito” Rodríguez, «No, no y no» de Los Panchos y «Amor de loca juventud» de Buena Vista Social Club.

Después, hizo lo que suele hacer: buscó referencias visuales, fotos sobre todo.

—No se conectan tan obviamente una con la otra, pero de cada una vamos sacando como un espíritu —cuenta por teléfono.

Algunas referencias fueron, por ejemplo, los caballeros ingleses, escoceses.

—Como que todo empezó medio por ahí.

Por lo demás, no había nada definido.

—Que la camisa tiene que ser turquesa, que esto tiene que ser de esto color. No. Simplemente teníamos consignas del estilo de cada personaje.

Y la búsqueda fue lúdica.

—Viste que en los vínculos la tendencia del hoy es no demostrar tanto ni cuando estás enamorado ni tampoco cuando te rompen el corazón. Parece que lo tenemos que disimular lo más posible.

Ella, entonces, quiso esto.

—Transmitir una cosa vintage, como que ellos son actuales, pero tienen valores de otra época y una cosa un poco naif también.

Lo demás fue armar un collage de fotos y presentárselo al trío y esperar que el trío acepte y, con el presupuesto que disponía el trío, visitar una tienda de telas vintage que conocía y, en el momento, decidir cómo combinarlas y, más tarde, combinarlas.

 

«Miguel», «Alfredo» y «Salomón» son tres hombres —tres sujetos amorosos— tan de ahora, tan de otro tiempo.

 

Existió un francés que escribió tanto: se llama Roland Barthes y Chumy cuenta que lo leyeron. Entre los tantos textos hay uno, un libro que se llama «Fragmentos de un discurso amoroso», que en una de las primeras páginas habla del enamorado y dice de él que «no cesa (…) de correr, de emprender nuevas andanzas y de intrigar contra sí mismo. Su discurso no existe jamás sino por arrebatos de lenguaje (…)».

El enamorado, escribe el autor, habla y dice: “Me abismo, sucumbo…”».

 

«Miguel», «Alfredo» y «Salomón»: los abismados.

 

 

***

 

—Háganme acordar —dice Chumy—. Esa escalerita está clausurada.

La escalera, que está rota, es una de las dos por las que se puede subir al escenario, la de la izquierda, mirando de frente.

Ya no es viernes. Es sábado, cuatro de la tarde, faltan unas seis horas para que comience la función. En esta sala del Teatro Sarmiento está por comenzar el ensayo donde solo se repasará la música porque la obra, en sí misma, ya no se ensaya.

Esta vez, acá, son más: los que serán por la noche. Está Chumy, controlando las luces, Pedro acaba de aparecer e Ignacio vendrá en un rato. Está también María Eugenia “Popi” Lauría, que canta. Son más porque hoy ya han llegado algunos de los músicos y, de a ratos, irán llegando los demás, que forman así: Virginia Manfredi en piano, Andrés Stanfield en percusión, Ezequiel Infante en bandoneón, Pablo Vélez en guitarra y Federico Deschutter en contrabajo. Llegará también Andrés Grivel, actor invitado.

Algunos de los que van llegando, como no saben, encaran la escalera rota.

—Lamentablemente es por la derecha —dice Chumy. 

 

Hace calor en la sala y nadie encuentra el control del aire acondicionado. El ensayo durará unas dos horas y media, tal vez poco más y nadie lo habrá encontrado. Chumy moverá una escalera y se subirá y seguirá revisando las luces. Desde ahí arriba, le pedirá al técnico, Manuel “Bocha” Abad, que encienda algunas, que apague otras. Le pedirá también a Pedro que camine para este lado y para el contrario, que se quede quieto, y Pedro lo hará. Ignacio, que habrá llegado, revisará los equipos de música. Después, se sentarán en las butacas y escucharán a los músicos y a “Popi” Lauría que se subirá al escenario y cantará canciones y partes de canciones, todas las veces que haga falta.

—Allá se nos pierden los agudos. No te alejes porque pierde cuerpo —le dirá Ignacio desde las butacas en algún momento.

“Popi” Lauría se pondrá más cerca el micrófono y seguirá cantando, con esa voz que saca de alguna parte, sin esfuerzo, que la acomoda como quiere, como si alisara una falda, una camisa.

—Estás entrando antes —le dirá Pedro a uno de los músicos en otro momento.

Entonces, probarán otra vez y Pedro, de espalda a los músicos, con las manos hará el gesto de quien marca los tiempos y esta vez parecerá convencido.

Seguirán, de todos modos, probando, evaluando si el sonido «rompe», si la reverberación es demasiada.

—¿Arrancamos así tímido? —preguntará el percusionista que tiene que empezar en uno de los temas.

—Tímido no, tranqui —contestará Pedro.

Mientras, habrá chistes.

—Acaricia mi ensueño —cantará alguien.

—Acaríciame el seno —seguirá otro.

—Actualízame el sueldo —dirá uno más.

—Prendete los cenitales —pedirá Chumy.

—Los genitales —responderá alguno.

Todos reíran durante estas dos horas y media, casi tres, y será hacia el final cuando Chumy les pida a Ignacio y Pedro que repitan una escena.

—Marquen seguridad en los movimientos. Que no sea improvisado —les dirá.

Repetirán dos veces.

—Eso. Eso es —dirá.

Los músicos, durante estas dos horas y media, casi tres, no se habrán movido de sus lugares.

 

***

 

—Todavía no abrimos sala —dice un hombre en la puerta de la sala a la que se llega después de subir un exceso de escalones.

La obra está prevista para las nueve y media de la noche. Sin embargo, comenzará minutos antes de las diez.

 

El espacio detrás de escena es pequeño y está oscuro, apenas se ve gracias a las luces encendidas de los dos baños —que están en cada extremo y funcionan como vestuario—. Hay estuches de instrumentos, consolas, cables. Hay música de fondo. Los actores y los músicos y la cantante están cambiados, terminando de maquillarse.

—¿Vos te ponés a repasar el guion? —le pregunta “Popi” Lauría a Grivel, el actor invitado.

Él responde, pero bajo y no se escucha lo que dice.

Después, ella, que se sigue maquillando, repasa la letra de una de las canciones frente al espejo del tocador donde hay un portacosméticos, un reloj de muñeca —de una muñeca minúscula que es la suya—, un cigarrillo suelto.

 

El Teatro Sarmiento es sus cortinas borravino, su parqué, sus butacas cremas con estructura de madera. Es, además, esta noche, las sillas de plástico colocadas a los costados, en los pasillos, porque se prevé que haya más de ciento cuarenta, capacidad máxima de la sala. Sin embargo, algunas de esas sillas, quedarán desocupadas.

—La escalera la mató —dice una mujer sobre otra mujer que se une al público.

A las menos cinco se corta la música de fondo, se apagan las luces y entran a escena los cinco músicos: visten arriba de blanco, debajo de negro. El silencio, entre la gente, es catedral.

—El trío les da la bienvenida y les desea que disfruten con cada uno de sus sentidos —se escucha desde algún parlante.

 

La obra comienza

                             sucede.

                                          termina.

 

Ha pasado esto que puede leerse en los anuncios donde se anticipa el argumento o sinopsis de la obra: «El inicio de su espectáculo se ve afectado por el retraso de uno de sus integrantes, provocando el nerviosismo y el repudio por parte del resto. El concierto ya no será el mismo: discusiones, llantos, reproches, confesiones amorosas, se desatarán entre canción y canción. Los tres personajes que llevan adelante la historia se plantean como reflejo de conductas sociales que, ante el desamor, se cobijan en la tristeza, en el enojo y, por último, la superación de la situación mediante diferentes recursos, en particular, el humor».

Esa descripción es cierta y únicamente eso. Porque no dice lo demás: no dice nada de esa camisa roja excéntrica estrafalaria grotesca, hecha con la tela de un mantel, que viste Chumy —al que le ha salido un orzuelo que aprovecha para hacer un chiste en la obra—, de sus medias hasta las rodillas, de la tela del pantalón que lleva puesto Ignacio, apretado apretadísimo hasta por encima del ombligo —que podría ser, más bien, la tela para un pañuelo—, del corte del pantalón de Pedro, que se ensancha como un Oxford; nada dice aquella descripción de la desvergüenza con la que bailan, de la manera en que usan la cara, de la forma en que la manejan para mostrar lo que quieren —la ilusión, la alegría, la tristeza—, no dice nada de los llantos que consiguen, llantos aparatosos desmesurados extremados.

No dice la prolijidad de esta obra que ya no se ensaya porque se ha ensayado lo suficiente, hasta alcanzar el músculo de estos tres hombres que saben hacer lo que hacen porque, justamente, han olvidado que saben de tanto hacerlo y esto se llama conocer.

 

Esta función es la primera de este año, de una serie que se denomina «El teatro es útil» —que también se hizo el año pasado—, en la que el público entrega útiles escolares a cambio de entradas. En este caso, los útiles son para la escuela Gregorio Funes, de Arroyo Algodón, un pueblo de unos mil habitantes ubicado a veinticinco minutos de Villa María.

Cuando todos están en el escenario —los actores, los músicos, la cantante, el técnico, los colaboradores, la directora de la escuela—, Chumy, con los demás, trae al escenario los útiles que juntaron: hay resmas, mochilas, impresoras, pelotas de fútbol, aros. Lo que no pueden mostrar son las cuatro bibliotecas que consiguieron.

 

Después:

              Todos se abrazan con todos en el escenario.

              El público pide fotos con este, con aquél, con el otro.

              Hay pizzas.

 

Las pizzas son en la casa de Pedro, donde todavía no han llegado todos, donde los que están comen la napolitana, la especial, la de anchoas, donde ya están tomando cervezas. El patio es amplio, tiene asador. El césped está algo crecido. Algunos están sentados en sillas, otros al borde de una pileta pequeña. Es medianoche, refresca, y conversan y comen y toman y van llegando los que faltan, y algunos están con sus hijos que corren de una parte a otra, y hay casi veinte en este patio en el que, cuando la noche se descuelga completa sobre la ciudad y ya es la madrugada limpia y alguien trae la guitarra y empieza a tocarla y alguien más empieza a cantar y los demás se le suman y están todos cantando y riendo y solo se puede esperar que despunte un nuevo día, un embrión rojo en el horizonte.

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