El verdadero calibre de las palabras

Hay cosas que es imposible saberlas: ¿quién conoce el verdadero calibre de lo que dice, de lo que hace, de lo que no hace? ¿cuánto hay que esperar para conocerlo? ¿alguna vez se conoce?

Es el atardecer de un día de finales de febrero. Mi madre saca de una bolsa cuatro fotos de su madre, mi abuela: en dos imágenes, en blanco y negro, ella parece una muñeca. Es la década del 30' y viste un bobito de algodón, lleva en el cabello, rizado y corto, un moño de cinta bies; es una cría de no más de tres años que sonríe, que mira a la cámara frente a un alambrado, sobre los pastizales de la quinta donde vive, en la zona rural de Las Perdices, localidad del sur de la provincia de Córdoba. En ese terreno, de cuatro o cinco hectáreas, su familia sembraba maíz, girasol, sorgo y había un taller donde el hijo mayor, que cursó sus estudios en una escuela técnica, aprendió durante su infancia a usar las herramientas. Además, criaban gallinas y ordeñaban vacas. En las otras dos fotos ya no es aquella niña. En una es una adolescente de unos catorce, posa y también sonríe en algún lugar de su pueblo, mano en la cintura, desenvuelta, con un vestido informal por debajo de las rodillas. En la restante, con unos diecisiete, su cara es otra: la de una mujer con los gestos como desganados. Tiene los talones juntos, las piernas y los hombros rectos, los brazos a un costado, laxos. Mi madre cree que por el vestido corte princesa podría haber estado por ir a bailar. Ella se llamaba Gladys María Carolina Brinatti, pero siempre la conocieron como Pocha. Era flaca y tenía la piel blanca, blanquísima, como entalcada, los ojos marrones, la nariz respingada y la boca pequeña, los labios una línea. Murió hace algunos años por un cáncer de útero que hizo metástasis en el peritoneo.

De todas maneras, esto —mi madre, su madre, mi abuela, las fotos, la quinta, el cáncer, su muerte— no significa nada.

 

Segunda hija de un matrimonio formado por un agricultor y una ama de casa, y hermana de un varón y dos mujeres, Pocha, por ser la mujer mayor, debía atender a los hombres de la casa: su padre y hermano llegaban cansados del campo y para ella lo que quedaba era lo mismo de siempre. Mientras los hombres trabajaban, Pocha, con pocos años, se ocupaba todo el tiempo de lo que ellos no consideraban trabajo: los quehaceres domésticos. Lavaba la ropa en una tabla con jabón blanco dentro de piletas y fuentones y, cuando estaba seca, la rociaba —a los calzoncillos y sábanas también— con agua con almidón para pasarle, después, la plancha de carbón, pelaba los pollos que luego comían y limpiaba. Entre los trece y los dieciséis, además, le tocó cuidar, cuando anochecía, a sus tíos esquizofrénicos.

—Por eso le tenía miedo a la noche. No sé si le habrá pasado algo —dice mi madre como si imaginara algo grave de lo que, sin embargo, me da la impresión, está segura, pero lo calla y agrega que para llegar a esa casa atravesaba unos cañaverales.

Pocha no tenía luz en la quinta donde vivía. Se usaban lámparas a querosén.

—Todo era penumbroso —dice mi madre.

 

Por eso, ahora, se puede hablar de aquella otra noche, la de los buñuelos, por llamarla de algún modo.

Los buñuelos son una masa de harina, aceite, agua o leche —y a veces huevo—, redondeada, que se comen fritos. A ella le fascinaban los de dulce de membrillo y los comía cada vez que podía, lo que era cada tanto: en un cumpleaños, algún domingo, para las fiestas. Para una Navidad, a las doce de la noche, y casi a oscuras, su padre le acercó el regalo: un balde. Ella, como sus hermanos, estaba acostumbrada a no recibir nada o, a lo sumo, cuando se podía comprar, un vestido, muñecas o, en el caso del varón, un camioncito de madera. Pocha, entonces, tomó lo que había dentro del balde como lo haría cualquier chica de siete, ocho, nueve años: desenfrenada, crédula, inocente. Se abalanzó porque creyó que por la forma, que apenas distinguió, era su postre favorito. Mordió y empezaron las carcajadas de su padre y hermanos. Ella escupió. Eran papines y habían sido colocados a propósito. La madre no dijo nada. Absolutamente nada.

 

Mi madre dice que su madre, mi abuela, pasó cada Navidad entre sus treinta y pico y cuarenta en la cama, deprimida, llorando, con descomposturas. Mientras, tuvo internaciones en psiquiátricos. Yo no puedo decir que haya alguna relación entre este período y lo que pasó en la noche de los buñuelos. Puede que sí, puede que no. No lo voy a saber nunca, porque hay cosas que son imposibles saberlas: ¿quién conoce el verdadero calibre de lo que dice, de lo que hace? ¿cuánto hay que esperar para conocerlo? ¿alguna vez se conoce?

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