Otro robo adolescente, a una cuadra de la Policía
El hecho ocurrió este martes 27 de mayo en un local que vende indumentaria deportiva por calle General Paz, entre Catamarca y San Juan, en el centro de Villa María.
En diciembre de 2024, los concejales de Villa María —por mayoría— sancionaron la ordenanza 8.175 que ratifica el «convenio de sublocación de inmueble y de locación de servicios» para la creación de un «Centro de Transferencia de Residuos Sólidos Urbanos».
Ella dijo que a las siete y veinte va a llegar y a las siete y veinte de este viernes 17 de enero llega: en moto, despacio, avanza por calle Mendoza. Lleva casco y lo único que se le ve son los ojos, celestes. Dobla en la esquina, en Santa Cruz. A los segundos vuelve a aparecer, ya sin el casco, por Mendoza, y hace todo con calma, tranquila, sin apuro: abre la puerta de la reja, camina unos metros y abre la otra, la de su casa.
—Tres años —dice ella, Celeste, sentada a la mesa, en el comedor—. ¿Tres años hace que estamos acá?
La pregunta es para su marido, Joel, que está detrás, en la cocina, cebándose unos mates.
—Sí —dice él, que parece estar en otra, que parecía desentendido, y sigue con los mates.
Tienen treinta y cuatro años: ella es de Villa María y él de Marcos Juárez, una ciudad del sudeste de la provincia, que queda a unos ciento veinte kilómetros. Esta casa, en la que viven desde hace tres años, es una de las ochenta que se construyeron en tres manzanas de este barrio del noreste de Villa María, el Malvinas Argentinas, a través del «Programa de Crédito Argentino del Bicentenario para la Vivienda Única Familiar» (Procrear).
Y cuando cada familia construyó, lo hizo acomodándose a los árboles: en esta zona existe eso que se conoce como Algarrobal y que se ve desde la puerta de esta casa.
La pareja, que alquilaba en el Parque Norte, al noroeste, fue de las primeras en mudarse. Fue de las que imaginó otra cosa, no esto: esto que les contó una vecina a fines del año pasado.
Esto, que en una ordenanza, se denomina «Centro de Transferencia de Residuos Sólidos Urbanos».
Esto, que los vecinos nombran por lo que será —dicen— en poco tiempo: un basural a metros del último relicto —aquello que queda, que sobrevive— de bosque nativo de la ciudad.
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El Algarrobal es un exceso que se extiende frente a la casa de Celeste y Joel: es este predio de unas 23 hectáreas de monte virgen, autóctono, —es lo mismo que decir más o menos la cuarta parte del barrio Ameghino—, que es la cara de la región fitogeográfica —ciencia que estudia la distribución de las plantas— del espinal.
Este exceso tiene algarrobos blancos, negros, espinillos y espinillos negros, chañares y talas.
En este exceso andan chimangos, caranchos, torcazas, horneros, chororós, picos de plata y tijeretas.
Este exceso fue declarado por la Universidad Nacional de Villa María, en 2019, de interés institucional para actividades de investigación, extensión y educación ambiental:
este exceso puede estudiarse, puede ser un espacio para taller, para visitas guiadas, para programas educativos y para promover el ecoturismo.
Este exceso es un refugio para la fauna, regula el microclima, previene la erosión del suelo y mantiene el ciclo hídrico.
Este exceso, sin embargo, a algunos —parece— no les importa, lo que quiere decir que les importa de otra manera porque —tal vez— les importen otras cosas.
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—Imaginate, tenés un basural en la esquina de tu casa. Se desvaloriza —dice ella.
—Pensamos que esto se iba a poner mucho más lindo en poco tiempo —dice él.
—Aparte, tener el Algarrobal acá al lado, la tarde es paz. Imaginate que vengan máquinas, retro, camiones, chipeadoras, ruido —dice ella.
Sí: las propiedades que pierden vanlor.
Sí: la paz.
Pero sobre todo les preocupan las enfermedades. En los basurales se meten animales y llevan contaminantes. Si no hay un buen control de plagas las ratas, por ejemplo, comen basura y después trasladan patógenos, virus, hacia otros lugares. Más difíciles son las aves: son casi incontrolables.
Por eso, cuando se toman estas decisiones hay que monitorear todo: aguas subterráneas, suelo, aire, temperatura, actividades circundantes.
Todo lo que se debió hacer y no se hizo para sancionar esta ordenanza.
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—Sí, juro —dijeron todos aquella mañana, la del sábado 9 de diciembre de 2023.
Todos son
el presidente Juan Pablo Inglese
y los concejales
José María cativelli, Yaslil Osés, María Celeste Curetti, Carlos Francisco Ronco, Silvina Mercedes Irusta y Diego Germán Olivero, del bloque Hacemos Unidos por Villa María
Natalia Carolina González, Felipe Hipólito Botta, Pablo Rubén Perret y
Evelyn Belén Acevedo, del bloque Juntos por el Cambio
Manuel Sosa, del bloque Uniendo Villa María
Todos los que juraron son los que legislan: los que —se suele decir— representan al pueblo.
En diciembre de 2024, todos excepto Sosa —que en su discurso dijo que los costos del convenio son desproporcionados y habló de retroceso en políticas ambientales—, sancionaron la ordenanza 8.175 que ratifica el «convenio de sublocación de inmueble y de locación de servicios» firmado entre el presidente de Planeta Verde, Poul Tomás Wester Gaynor y gente de la Municipalidad: el intendente Eduardo Accastello, Alejandra Barbero de la Secretaría de Infraestructura, Desarrollo Urbano y Ambiente, y Rubén Aquiles de la Subsecretaría de Servicios Públicos.
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En Villa María, la política ambiental está a cargo de la contadora Barbero y de otras tres mujeres: la nómina de autoridades de la municipalidad dice que María Eugenia Molinari está Gestión Ambiental —no hay datos de su formación—, Leticia Martí en Espacios Verdes —tampoco hay datos de su formación— y la fotógrafa Leticia Bernaus en Promoción Ambiental —hija de Horacio Bernaus, asesor del intendente—.
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En enero salieron a hablar dos concejales que votaron a favor.
Una es Natalia González, de Juntos por el Cambio, y dijo que el centro de transferencia permitirá reducir la huella de carbono.
Los centros de transferencia de RSU, es cierto, contribuyen a la reducción de la huella de carbono: se optimiza la logística de recolección y el transporte de los residuos. Son menores, además, las distancias que recorren los camiones y por ende el consumo de combustible y las emisiones de gases de efecto invernadero. Ese —ese solo— fue el argumento: un argumento que no se pregunta a qué costo se va a reducir la huella de carbono, un argumento que se pensó sin pensar en lo que hay antes: la salud de la gente.
La otra es Yaslil Oses y dijo: «Es una solución integral que resuelve el tratamiento de la poda y los residuos no domiciliarios». Y, protocolar —abstracta—, siguió: «Decidimos abordar la temática con responsabilidad y compromiso».
«Con responsabilidad y compromiso»: es decir, sin informes, sin audiencias con los vecinos, sin el asesoramiento de especialistas.
La ordenanza es clara: Centro de Transferencia de Residuos Sólidos Urbanos.
Se supone —se supone— que leyeron.
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No hay que esforzarse demasiado: si uno escribe «Residuos Sólidos Urbanos» en Google, aparece un link que es el de argentina.gob.ar. Ahí se explica: «Los residuos sólidos urbanos (RSU) son análogos a los denominados domiciliarios y pueden ser de origen residencial, urbano, comercial, asistencial, sanitario, industrial o institucional, con excepción de aquellos que se encuentren regulados por normas específicas».
La gestión de estos residuos es regulada por la ley provincial 9.088, que establece las normas para la generación, transporte, tratamiento, eliminación y disposición final.
Los ejemplos: papel —los apuntes de una carrera que se cursó hace tanto—, cartón —la caja de la encomienda que le mandó una madre a su hija—, vidrio —los pedazos de una copa alguien tiró sin querer mientras lavaba los platos—, metales —un celular que dejó de andar—, plásticos —la botella de gaseosa que tomó un chico después de un partido de fútbol—, restos orgánicos —la cáscara de una manzana que merendó otra chica—, madera —la de un mueble que agarró la lluvia—, baterías —la pila que se agotó—, escombros —lo que quedó de un incendio en alguna casa de alguna ciudad—.
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Este viernes 17 de enero, Celeste recuerda.
—Hay tres vecinos del barrio que fueron al Concejo cuando se estaba aprobando este proyecto. No los dejaron entrar. Los mandaron a la Muni, no sé a qué oficina.
En la Municipalidad, a los tres vecinos les respondieron que el predio está destinado a escombros y poda.
—Cuando nos enseñan la ordenanza, decía RSU: residuos sólidos urbanos. O sea, iba a ir un poco de todo.
En Santa Cruz al 100, a unas tres cuadras de la casa de Celeste y Joel, está el predio de dos hectáreas —veinte mil metros cuadrados— donde funcionará lo que en la ordenanza se llama «Centro de Transferencia de Residuos Sólidos Urbanos», donde se acopiarán desechos, residuos: la ordenanza dice que el acopio será «diario y de corto plazo».
El objetivo es descomprimir el traslado de residuos hacia el vertedero y ahorrar combustible.
Los camiones compactadores de RSU, cada vez que van al Centro de Gestión Ambiental —en el kilómetro 103 de la ruta 2— trasladan entre cinco y seis mil kilos de basura. Cuando se trasladan restos de poda, al ser más livianos, los kilos se reducen: se llevan entre mil y dos mil debido al volumen.
Tiene sentido, entonces, hacer la menor cantidad de traslados posible: no es lo mismo ir desde el centro de Villa María hasta el Centro de Gestión Ambiental que ir desde el centro hasta el Malvinas Argentinas. En el primer caso hay unos diez kilómetros. En el segundo, unos tres como mucho.
Tiene sentido, entonces, que lleven la basura a un lugar más cercano —como el Centro de Transferencia de RSU del Malvinas Argentinas—, que la chipeen —porque los chips de RSU se pueden usar como fertilizantes o compost— y que los apliquen, por ejemplo, en espacios verdes en la ciudad.
Tiene sentido, entonces, que la ordenanza diga que se ahorra combustible.
Sin embargo: ¿cuánto se va ahorrar? ¿se va a invertir ese dinero que se ahorra? ¿dónde se va a invertir? ¿se va a invertir?
La ordenanza no explica: muestra poco.
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El precio por la sublocación del inmueble es de poco más de 21 millones de pesos mensuales. El convenio es por dos años —con posibilidad de prórroga por un año más—. El ajuste, dice la ordenanza, es cuatrimestral y se calcula a partir del Índice de Precios al Consumidor (IPC).
Hay pasos, bastantes.
Para el aviso de un proyecto como este hay que describirlo, justificarlo —explicar la necesidad y los beneficios—, presentar un cronograma —con etapas, plazos—, presupuestar —establecer costos y financiamiento—, cumplir con las normas, con los permisos, hablar del impacto ambiental —del impacto posible— y proponer medidas de mitigación.
Hay más, todavía.
Existe algo que se llama «Evaluación de Impacto Ambiental (EIA), que contempla el aviso de proyecto —documento que da inicio al procedimiento de EIA—, una categorización o screening —según la complejidad ambiental—, la determinación del alcance del estudio de impacto, otro documento —técnico— que especifica la línea de base ambiental y social, el análisis de alternativas, la identificación y valoración de impactos, el plan de gestión ambiental y un documento más —final— que determina la viabilidad del proyecto.
Por supuesto, también se tiene que promover la participación pública en la planificación y en la toma de decisiones.
De todo esto —a pesar de que los vecinos pidieron la información— no se supo nada porque no existió.
En Villa María, existen ordenanzas y hay que revisarlas.
Una es la 7.209, de ordenamiento territorial y zonificación urbana.
La segunda es la 7.125 que protege el monte nativo. Se sancionó el 30 de marzo de 2017 y dice: «Declárese de interés público la conservación, protección, estudio, enriquecimiento, mejoramiento y ampliación de los bosques naturales y árboles y arbustos autóctonos, aislados o en sistema, que se encuentren implantados dentro del dominio público o privado en el radio urbano se la ciudad de Villa María».
Por lo demás, en la provincia está la ley 7.343 que, en síntesis, es la base, el preámbulo: el texto madre para la protección del ambiente, donde se regulan las actividades que pueden —y que tantas veces— tienen efectos.
Las ordenanzas no se respetaron.
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—Vení acá —le dice Celeste a Joel y Joel se acerca a la mesa pero se mantiene parado.
Ella sigue.
—Tenemos calles de tierra, cuando llueve un poquito es intransitable. Además linda con el Algarrobal.
Él habla de otro basural.
—Conocemos la historia de otros lugares que eran de poda, como el que estaba en Padre Mugica. Terminó habiendo cualquier tipo de basura.
—No lo pueden controlar —dice ella.
—No pueden —insiste él—. Nosotros ya sabemos bien cómo termina esto. ¿Qué paso con la inversión del centro de reciclaje principal?
El centro de reciclaje principal es el de la ruta 2.
—La gente viene a tirar basura en las entradas. Tengo que estar semanas reclamando. Semanas. Perros muertos, de todo tiran. Imaginate tener el basural ahí, chau —dice ella.
«La gente»: toda una manera de decir.
Desde que viven en el barrio, Celeste y Joel piden que la calle Santa Cruz se enarene e ilumine.
—Es la entrada principal al barrio. Nos dijeron que no podían porque se robaban los cables —dice él.
Justo en la entrada al Centro de Transferencia de RSU hay un poste.
—En una semana se acondicionó el lugar —sigue diciendo Joel—. Es una mentira detrás de otra.
Siguen los mates.
—Vamos —dice Celeste.
Ambos salen y caminan, él un poco más adelantado. Caminan lento. Son las ocho menos cuarto y todavía no anochece. Hacen casi treinta grados.
Caminan por Santa Cruz y pasan, primero, Darío Ramonda. Después, llegando a esquina Entre Ríos, Joel habla:
—Acá había un hombre que tenía una chanchería.
Ese hombre producía, además quesos.
—La municipalidad le hizo levantar todo.
—Por el olor —agrega ella.
—Y al lado, ahora, van a hacer un basural.
Siguen caminando y la próxima esquina es Corrientes.
—Acá es —dicen y él muestra el poste por el que pidieron durante tres años y que se puso hace tan poco y tan rápido.
Hay un alambre de púas, bajo, y entonces, la escena: el predio y lo que los vecinos dicen que será este predio.
Esta tarde, la del viernes 17 de enero, se ven montículos de tierra —con muchos escombros, restos de poda, algunos plásticos como un cd y goma espuma— y, sobre la tierra, la huella de alguna de las máquinas habilitadas a entrar: o una pala cargadora Michigan 75 modelo 2024, o un camión Ford Cargo 1730 modelo 2006 o una batea Salto 2006.
—El predio ya lo limpiaron. Hay una gran parte de la arboleda que ya no está —dice Joel.
—Entraron y tiraron árboles —dice ella.
En la tierra se ve lo que queda: unas pocas raíces.
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Hay un libro donde la periodista juninense Leila Guerriero cita a Bob Dylan. Cita un fragmento de una canción del músico que dice: «¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza/ y fingir no ver lo que ve?»
¿Cuántas veces?
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Hay otra periodista, fueguina, que se llama Victoria De Masi y que hace casi un año publicó un texto que habla de los hechos. Ella dice que un hecho es algo que pasó, algo que tiene —por lo general— un qué, un quién, un cómo, un cuándo, un dónde, un por qué: un acontecimiento.
Y, después, lúcida, escribe: «Si de la verdad hay versiones, de los hechos es complicado hacerse el desentendido. Algo pasó y dejó su rastro en el testimonio de un testigo (o de la víctima, o del victimario), en el registro fílmico de las cámaras de seguridad, en el informe de un perito. Pero esta época llegó para decirnos que eso que ha pasado no es tan así o que, directamente, no fue así. La constitución de un hecho dependerá de la potencia de quien lo enuncia. A más followers, más hecho».
El texto de De Masi se titula «El hecho ha muerto».
Pasadas las nueve y media de la noche del sábado 28 de diciembre de 2024, la Municipalidad de Villa María envió un parte de prensa que habla de la reunión que se hizo ese día entre funcionarios y vecinos de los barrios Malvinas Argentinas y San Martín. En esa reunión estuvieron tres varones: Agustín Turletti Mino de Unidad Intendencia, Gustavo Vilches del MuniCerca 4 y Rubén Aquiles de la Subsecretaría de Servicios Públicos.
—Terminamos todos a los gritos. Aquiles no dejaba hablar a vecinos que vinieran de otros barrios. Estuvo bravo —recuerda Celeste.
Entre otras cosas, el parte dice que Aquiles dijo —textual— esto: «La reunión fue muy productiva ya que pudimos evacuar dudas y llevar tranquilidad a los vecinos. No se trata de un basural, allí no se llevarán residuos domiciliarios, sino ramas, escombros y demás elementos que los mismos vecinos nos piden que retiremos de sus hogares».
Estos partes, son los que terminan con frases como Villa María
Más Humana
Más Innovadora
Más Amigable
Más Segura
Siempre Linda
Bueno
la cuestión es que así —exactamente así—, un Municipio intenta matar un hecho.
El hecho ocurrió este martes 27 de mayo en un local que vende indumentaria deportiva por calle General Paz, entre Catamarca y San Juan, en el centro de Villa María.
Hace algunos días, cerca del Polideportivo, casi diez chicos abordaron a dos, de 14 años, y les sacaron el celular. Un tiempo antes, una chica de quince iba a la escuela cuando, a las siete de la mañana, un hombre avanzó hacia ella en el puente del Subnivel.
Esta es la historia de Priscila Pérez, 19 años y embarazada de siete meses, que vive en una casilla, en un terreno que usurpó en el predio Nuevo Central Argentino (NCA), en la Media Luna Los Chaleses, en el barrio Las Playas.