Desbordados por el delito

Este jueves 30 de enero, vecinos del barrio Parque Norte, pero también de otros barrios como el Ramón Carrillo y el San Juan Bautista, se movilizaron para exigir seguridad.

Hay un discurso oficial: por ejemplo, el de la Municipalidad de Villa María.

Cada día —casi siempre por la mañana, a veces por la tarde, muy pocas de noche—, por WhatsApp, la Municipalidad de Villa María envía partes de prensa: discursos.

Este jueves 30 de enero, temprano, a las nueve y veinte, llegó un texto que habla de la reunión que se hizo el martes 28 en el MuniCerca 2 de Parque Norte, ese barrio del norte de la ciudad donde viven unas 700 familias y donde, desde hace por lo menos seis meses, los vecinos no saben qué hacer para que dejen de robarles.

En el texto se cita al presidente del centro vecinal, Sergio Fernández, al que se le atribuyen —entre otras— estas palabras: “La reunión fue positiva y agradezco al Municipio por convocar este encuentro. Nos dieron más tranquilidad (…)”. Se cita, además, a Guadalupe Vázquez, la secretaria de Prevención, Seguridad y Convivencia Urbana, a la que se le atribuyen palabras similares: “El encuentro tuvo un saldo positivo”. Después, en el texto, se nombran esos conceptos —vacíos o redundantes— como «escucha activa» y se promete «diagramar herramientas de patrullaje y potenciar el uso de las cámaras de seguridad de la zona» para que deje de pasar lo que ha estado pasando «durante el último mes». Se dice, también, que habrá más presencia «de seguridad» en tres de las calles principales.

Este texto termina con la misma frase con la que empieza: «Villa María Más Segura».

 

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Hay un periodista que escribe: «No se resuelve nada en la realidad, todo se resuelve en el discurso».

 

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Entonces, hay —siempre— otros discursos: por ejemplo, este discurso —esta gente que se está juntando, que va llegando con pancartas que levantarán en un rato, con tachos que golpearán en un rato, con sus cuerpos que moverán en un rato—, este discurso que se está preparando ahora mismo en la rotonda de bulevar España y Deán Funes, ahora que son las ocho de la noche del jueves 30 de enero y hacen casi treinta grados y falta poco para que el sol se termine de descolgar de este cielo celeste que parece recién lustrado, ahora mismo que mientras esta gente se junta, en el centro de esta Villa María Más Segura, en la Plaza Centenario hay un «Balconazo» donde el intendente y los suyos hicieron la previa del recorrido peñero que siguió unas horas hasta que a las diez, en la Plaza de las Américas, hubo Zamba para Villa María y corte de cinta y bienvenidos al recorrido peñero.

 

Este discurso —esta gente que sigue juntándose, que sigue llegando con pancartas que ya levantarán, con tachos que ya golpearán, con sus cuerpos que ya moverán— es el de los vecinos de Parque Norte, este barrio que perteneció a barrio Belgrano hasta 1997, cuando por la ordenanza 4.084 empezó a tener nombre propio.

Parque Norte es este barrio de unas 110 hectáreas: la misma superficie que ocuparían unos 90 Congresos de la Nación.

 

A las ocho y media de la noche ya no serán estos veintipico: serán muchos más, casi cien. Ahora, esta gente conversa. Fernández, el presidente del centro vecinal que tiene unos treinta años en el barrio, ha sido uno de los primeros en llegar.

—Estamos reunidos porque ya estamos cansados de la inseguridad en el barrio —dice y cuenta que ahora no pasa lo de antes, lo de hace años: antes se robaban caños de cobre de los medidores de gas.

Ahora la cosa es otra.

—Ahora quieren entrar a las casas.

Y entran. Levantan portones y se llevan lo que encuentran: motos, sobre todo motos.

Fernández está con dos mujeres. Una se llama Leticia, que vive en el barrio hace unos quince años, y habla poco. La otra es Georgina, que tiene unos veinticinco años en Parque Norte, y ella sí habla, bastante, e insiste con que les levantan los portones casi día de por medio. Incluso, recuerda que hace poco, a unas cuatro cuadras, en bulevar España y Chiclana, un grupo de chicos, con armas, le quitó los celulares a otro grupo que volvía de jugar al básquet.

—Es una barbaridad —dice.

Esta barbaridad ocurre —más o menos— desde agosto del año pasado.

—Nos patrullan de vez en cuando. Entendemos a la Policía, que está limitada. Pero nosotros estamos cansados de entender: no queremos entender más. Queremos que accionen. Las mujeres, antes, podíamos caminar, podíamos andar en bicicleta. Hoy no podemos hacer nada —dice después.

Los vecinos están de acuerdo: coinciden en que antes había robos.

—Pero no esta locura.

Georgina habla del pasado, de los operativos: el cuadrante no funcionó, la garita que les instalaron tampoco.

—Y el patrullaje es discontinuo —sigue diciendo Georgina.

En la rotonda hay cada vez más gente.

—El operativo saturación fue el que más nos funcionó. Se paraba todo, lo que fuera, todo lo que entrara al barrio.

Qué idea la de «todo». Todo, por supuesto, no son todos los vecinos. «Todo» es todo lo que es «sospechoso». Y qué idea esa: qué peligrosa.

 

***

 

El sábado 18 de enero a las cuatro y media de la mañana, Estela, con 36 años en el barrio, estaba durmiendo. La moto de su hija estaba en el «porche» —dice ella— de su casa. Cuando despertó, no estaba más: hizo la denuncia, revisaron las cámaras de seguridad de la ciudad y vieron cómo una persona rompía la cadena y se la llevaba, pancha.

—Hasta el momento no tengo ninguna respuesta.

 

Mabel, con 28 años en el barrio, vive en Miguel Moreno casi Juan Espíndola y ya tiene varias vividas. Una es esta: hace poco más de un año, le quisieron robar la moto: ella, que estaba adentro de la casa, escuchó cuando le rompieron la traba. Los salió a correr y logró que no se la lleven. Otra es esta: el lunes pasado, el lunes 27 de enero, le intentaron levantar el portón pero tampoco pudieron porque tiene una traba. Una más, pero a su sobrina, que no zafó. Su sobrina estaba haciendo del garaje una cocina. Ladrones le levantaron el portón y le llevaron ollas Essen, una pava.

—Barrieron con todo.

 

Natalia, con 6 años en el barrio, vive en José Morano esquina Borges. Ella, como muchos, vio lo que le había pasado a través de cámaras de los vecinos. Un chico, con una mochila, se subió al techo de su casa, se metió al patio, y le llevó una bici, una garrafa y la mercadería que había comprado para el mes. Llamó a la Policía y los policías llegaron. Les dijo que un chico con una garrafa upa es fácil de reconocer y los policías le dijeron que ella no tenía que decirles cómo hacer el trabajo.

—Hice la denuncia. Estuve cinco horas en la comisaría para que me la tomen y cuando fui a preguntar si tenían alguna novedad me dijeron que no entorpezca la investigación, que espere.

 

Leonardo es de un barrio que queda cerquita: el Ramón Carrillo, donde vive hace unos diez años y donde ha empezado a pasar lo mismo que en Parque Norte. Por eso está acá, con esta gente y por eso lo que dice es, más o menos, lo que dicen los demás: que les levantan los portones, que esta mañana a un albañil le robaron la bici cuando estaba en un almacén.

—En el barrio hay un galpón usurpado por gente que es la misma que anda robando —dice.

—¿Y cómo saben que son ellos los que andan robando? —pregunto.

—Porque los han visto los vecinos —responde y dice que el 31 de diciembre, cuando hubo tormenta y no hubo luz, intentaron entrar a un negocio y la mujer del negocio llamó a la Policía y los policías no aparecieron.

Después, comenta que a él y su familia les intentaron entrar varias veces mientras dormían y que a otros vecinos les llevaron las bombas de agua y, de repente, levanta la voz y pide que la policía sea más práctica.

—Tienen que darle más facilidad a la gente para que pueda hacer una denuncia.

 

Liliana es de otro barrio, de uno al este de la ciudad, lejos de donde están reunidos ahora: el San Juan Bautista. Ella, que vive hace casi cinco años allá, dice que son cinco los chicos.

—Todas las noches están robando motos. Levantan los portones, abren los portones, no sé cómo hacen. 

Como los vecinos de otros barrios, saben quiénes son porque tienen las grabaciones. Esas grabaciones, que tienen en los celulares, son las que llevan a la Policía y es en la Policía donde les dicen que para darle curso a la denuncia les tienen que presentar las grabaciones en pen drives.

—Estamos como estúpidos. Es imposible vivir así. Mi esposo se levanta a las cuatro de la mañana a trabajar. Yo desde las cuatro, cinco, me quedo sola con un ojo cerrado y el otro abierto escuchando los ruidos y mirando las cámaras —dice y hace el gesto, cierra un ojo y abre otro y revolea el abierto.

Liliana asegura que si se llama a la Policía, los policías no aparecen.

—¿Usted sufrió algún robo? —pregunto.

—No. Gracias a dios no.

 

***

 

—Vengo a retirar un número de una denuncia digital que hice.

—Vengo a formular una denuncia de violencia familiar.

Estas eran cosas que escuchó, alguna vez, una persona que había en la Policía y a la que se llamaba orientador judicial que podía ser, por ejemplo, un trabajador social. Estaban en barandilla y atendían a los que iban llegando: ordenaban, establecían prioridades, decían esto primero y eso segundo y aquello tercero. Con la pandemia, en marzo de 2020, se implementó el turnero digital —para robos, hurtos y daños— y adiós al orientador: ahora es por orden de llegada y no hay prioridades —lo que quiere decir que todo tiene la misma prioridad—.

Quienes toman las denuncias son los mismos que hacen sumarios, que toman prueba, que receptan testimonios. 

Y son pocos: muy pocos.

 

***

 

Cuando falten apenas unos minutos para que los casi cien vecinos junten de a dos o de a tres o de a cuatro y se enfilen por bulevar España, despacio, hacia ese otro núcleo —esa otra rotonda— donde hay bulevar Argentino y bulevar Vélez Sarsfield, y griten seguridad seguridad seguridad, Liliana dirá algo que se escucha mucho acá.

—Son todos varones, pendejos. No les importa nada.

 

Varones y pendejos: menores.

Los policías pueden detener a los chicos que tienen entre dieciséis y dieciocho, si los encuentran cometiendo un delito. Luego tiene que intervenir la Fiscalía y el Juzgado de Menores.

El Juzgado de Menores tiene trabajo: cita a la familia de los chicos, entrevista a los padres de los chicos, y le pide a la Secretaría Nacional de la Niñez, Adolescencia y Familia (Senaf) que analice: que vea si los chicos van a la escuela, si hacen deportes, si tienen antecedentes, si alguien los puede atender, cuidar, contener: escuchar.

La Fiscalía hace lo suyo: les comunica a los chicos el delito por el que están acusados y los libera o le pide, al Juzgado de Menores, la detención. Si los detienen, aparecen los abogados, que de entrada son los del Estado y, de entrada también, aparecen los representantes de menores del Estado, y aparecen las opiniones y, según esas opiniones, que se trasladan a informes, los representantes de menores sugieren que los chicos se depositen —o no— en institutos de menores: en el caso de Córdoba es el Complejo Esperanza, donde hay psicólogos, asistentes sociales y donde, a veces, algún que otro chico se manda una.

En un instituto, como el Complejo Esperanza, los chicos pueden estar entre un mes y tres como máximo. Durante ese período, se va revisando qué pasa con los chicos: de acuerdo a lo que digan los informes se decide si pueden volver a la calle, si existe la posibilidad de que pase eso que dice la Constitución Nacional: que se reinserten.

 

A los menores menores —los que tienen entre 13 y 15— no se los puede detener. En estos casos ya no interviene la Fiscalía: solo se mete el Juzgado de Menores y la Senaf.

—¿Qué falla? Siempre el seguimiento —dice durante la siesta de un sábado una abogada.

 

Con los que tienen menos de trece no se puede hacer nada: absolutamente nada.

—Igual no hay muchos delitos en chicos de diez, once —dice ella.

 

Cuando los chicos cumplen dieciocho pueden ser trasladados a una cárcel —dependiendo el caso, y debe haber una declaración de culpabilidad—: sin embargo, de lo que se trata es de tutelarlos: de ampararlos.

De todos modos, a pesar de que la policía haga —o no— lo que tiene que hacer, hay otros problemas con los trabajadores de organismos como la Senaf.

—Está sobrepasada: cobran dos mangos, no tienen personal. Es físicamente imposible que puedan hacer un buen seguimiento —sigue diciendo la abogada.

 

A veces, las familias se sobrepasan y se necesita también trabajo sobre las familias.

—El gran problema con los menores es el gran nivel de adicción —dice la abogada.

La adicción a la cocaína y a las pastillas.

—Las de venta comercial, recetadas.

A veces, las familias que están encima de un chico de catorce con adicción, por ejemplo, cuando pasan años —dos, tres— se cansan, se resignan, se retiran: dicen basta, hasta acá.

Y allá, más allá, lo que hay después —un mientras tanto inagotable, una peregrinación— es cada juzgado donde se esperan informes, donde se reciben informes, donde se estudian informes: esos informes que siguen los tiempos —desmesurados, mayores— de la justicia.

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