Suicidio: una mujer se tiró debajo del tren

Tenía 46 años. El hecho ocurrió en el límite entre los barrios Roque Sáenz Peña y La Calera.

Adentro, las casas están a oscuras: todo lo que se puede. Apenas entra algo de luz por las puertas y las ventanas —varias enrejadas—, que están abiertas en la mayoría de las casas. De algunas ventanas cuelgan cortinas y están quietas: no corre aire, nada de aire.

Es miércoles 15 de enero y son casi las once de la mañana: el cielo está limpio, hacen por lo menos treinta y seis grados y el sol cae sobre todo, cubre todo, rodea todo —las calles de tierra, las tapias y techos de las casas, el césped, los árboles— en el límite entre el barrio Roque Sáenz Peña y La Calera.

 

—No sé nada.

—No sabemos nada.

Todos dicen eso: que no saben nada —que saben lo que saben todos—, que no quieren hablar por hablar, pero que seguro ese vecino o aquella otra vecina sabe lo que pasó.

 

—Temprano. Seis y algo deben haber sido —dice una chica que dice, desde la ventanilla del auto, que no es del barrio.

—Tipo siete —dice otra mujer, sentada en una reposera en la vereda con un hombre.

—Me levanté a las ocho así que no sé —dice otro hombre que de inmediato se desdice y dice que no sabe muy bien qué hora era.

—Yo me levanté a las diez —dice una madre, mate en mano, con tres críos de entre siete y doce años, y sigue diciendo que el marido debe saber pero él no está, él ya se ha ido para el trabajo temprano, cuando pasó.

 

Nadie tiene muy claro el horario porque todos —dicen— estaban dormidos.

Sin embargo, todos —dicen— escucharon el bocinazo del tren.

 

—Vivía ahí —dicen todos, también.

Y con la mano señalan la casa, la que está justo justo ahí, en la esquina de avenida Sabattini y Deán Funes.

Ella, la mujer que vivía ahí, tenía cuarenta y seis años y era de Alto Alegre, un pueblo de unos mil habitantes que queda a cuarenta minutos de Villa María.

Ella, esta mañana, abrió la puerta de su casa donde sigue viviendo una hija —menor—, caminó unos diez metros hasta las vías, esperó que el tren de carga estuviera cerca y se tiró.

 

—Había unos diez oficiales —dice una mujer desde la puerta de su casa, cosiendo una bermuda, mientras la revolotean un par de chicos de unos diez.

Llegaron al barrio, además, gente de Policía Científica y una ambulancia.

Estuvieron, calcula, unas dos horas. Para eso de las nueve quedaban unos seis oficiales. Casi a las once, nadie nadie.

Ya hacia el mediodía, la Fiscalía de Feria se había encargado: le había tomado declaración al maquinista y a un familiar —hermano—.

 

Ella, la mujer que vivía ahí, estaba bajo tratamiento: tenía depresión, había intentado suicidarse —al menos— otras tres veces y hace algunos días había ido a una consulta en el Hospital Pasteur, donde se atendía desde que se había quedado sin obra social.

 

—Limpiaba casas y se había quedado sin trabajo hace poco —dice una chica de treinta en la puerta de su casa.

 

Ahí, en la casa que vivía ella, ahora hay un hombre. Abre la puerta, sale se presenta como el exmarido. 

—Todo pasó rápido —dice.

El hombre habla bajito y rápido. Camina hacia la calle. Permanece en la esquina pero no deja de moverse mientras sigue hablando. Apenas se escucha lo que dice; es como si interrumpiera las frases. No tiene demasiado para decir porque, dice, no sabe. Entonces, se da vuelta y encara hacia la puerta con dos fotos que mira, en las manos.  

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