Mixto Mayorista: la historia de Jorge y Lucía, una pareja en movimiento

Ambos trabajan en la tienda, ubicada en calle Pablo Colabianchi 780, en el barrio San Justo de la ciudad de Villa María. Ofrecen más de 1.500 artículos.

Nota empresarial

 

En reuniones con la familia, él, que todavía era un chico que iba a la primaria, solía escuchar esa pregunta que se le suele hacer a los chicos: «¿A qué te querés dedicar cuando seas grande?». A diferencia de sus hermanas que sí tenían una respuesta y que respondían «farmacéuticas», él no sabía qué contestar.

Un tiempo después, a los doce, trece, supo.

—Me preguntaban y yo decía que iba a ser vendedor.

Le preguntaban, además, qué iba a vender. Solo decía que iba a vender cosas. Ese chico se llama Jorge Reser, ahora tiene treinta y dos años, y vende tantísimas cosas en «Mixto Mayorista», la pyme que fundó y en la que trabaja con Lucía Ocampo, su pareja desde 2019. Ofrece más de 1.500 artículos.

 

Es la siesta de un martes y ambos, padres de un varón y una nena, están en la tienda, ubicada en calle Pablo Colabianchi 780, en el barrio San Justo de la ciudad de Villa María. Ella está sentada a la computadora en un escritorio y él en otro, rodeados de estanterías que llegan casi hasta el techo y están repletas de termos, botellas térmicas, yerberas, azucareras, mates, morrales, riñoneras, mochilas, gorras, marroquinería, bazar, depiladores de ceja y vello facial, perfumes, auriculares inalámbricos, juegos, llaveros virales, toallas, toallones, accesorios de moda y tendencia.

Entonces, Jorge, que ha preparado el mate, hace memoria y habla de aquellos días en los que viajaba una vez al mes a Buenos Aires y traía ropa que, después, vendía a familiares, amigos, conocidos de amigos.

Tenía diecinueve años y un auto. Era el año 2011 o 2012. Como no le alcanzaba con venderle a los amigos y conocidos para armarse un sueldo, en el auto, un Renault Megane, partió hacia los pueblos. Llevaba solo un celular y los artículos para vender.

—Salía sin rumbo y casa por casa. Mi vieja no sabía si yo volvía a la noche. Porque a lo mejor salía, iba a Morrision, de Morrison me iba a Bell Ville y qué sé yo, terminaba a 200, 300 kilómetros de Villa María. Me agarraba la noche y como no tenía capital para dormir en hoteles, dormía arriba del auto —dice.

Para él era una aventura, un desafío.

—Por esos años se empezó a prohibir la venta ambulante, no te dejaban casa por casa. Siempre estaba ahí, escapando de que me vea la Policía, de que alguien me denuncie como si estuviera haciendo algo ilegal. Eso sí me incomodaba bastante, no me gustaba —comenta,

La venta casa por casa, a veces, era difícil.

—Se renegaba, me angustiaba porque había días que vendía bien y días que nada. No veía un futuro en eso.

La venta casa por casa duró unos seis, ocho meses. No más.

Decidió, entonces, cambiar un poco, apenas. En Villa María se hizo el monotributo y, en vez de vender casa por casa, comenzó a vender en negocios. En ese momento se dio cuenta que la ropa lo había cansado y la cambió por billeteras. De Buenos Aires traía cincuenta de hombre y cincuenta de mujer y con las cien salía a los pueblos. Las llevaba en dos bolsos, con los que visitaba comercios.

—Y ahí se fue dando todo. Me fui haciendo los clientes.

—Cada vez te pedían más cosas —le dice Lucía.

—Los mismos clientes me decían: 'Jorge, vos que vas a Buenos Aires, ¿me conseguís relojes? ' Y empecé a traer relojes y esto, lo otro.

 

En el camino se encontró con todo.

—Me topé con gente que me cerraba la puerta de mala manera y obviamente no volvía más. Pero también me topé con mucha gente buena que me acompañó y nos acompaña hasta hoy. A lo mejor conozco a sus hijos, la casa, vienen acá, nos quedamos charlando. Esa es una parte muy linda.

En el camino, las cien billeteras dejaron de ser lo único. Jorge iba a Buenos Aires con el Megane vacío y regresaba con el Megane lleno. Los artículos, al ser cada vez más, necesitaban espacio.

—Me fui haciendo un pequeño depósito en la casa de mis viejos —recuerda y le agradece a su padre y a su madre por apoyarlo, por acompañarlo, por aconsejarlo.

 

Lucía habla, de pronto, de 2020.

—Si mal no recuerdo, fuiste a Buenos Aires en febrero —dice ella.

—No me olvido más.

No se olvida que en Buenos Aires, cuando terminó de comprar y fue al hotel al que paraba con su padre, que lo había acompañado, escuchó en los noticieros la palabra Covid.

—Que no sé qué, que van a cerrar, que pim, pam. Así que al otro día nos levantamos temprano y nos vinimos. Viniendo, se empezó a decir que no se iba a poder salir a laburar.

Él le preguntó a su padre: entonces, ¿de qué vivo?

Apenas llegó a Villa María viajó a Ticino a ver una mujer que todavía es clienta para hacerse, aunque sea, de unos pesos.

 

Con la pandemia encima, Lucía, que trabajaba en la Clínica Marañón, tampoco pudo seguir yendo a trabajar: estaba embarazada y su hija nacería pronto, en mayo. De todos modos, seguía cobrando el sueldo.

—Fueron meses de facturación cero. Él no podía hacer nada y menos fuera de Villa María. Entonces dijimos: ¿qué hacemos? —dice Lucía.

Jorge hacía mucho deseaba tener una página web para vender.

—Pero no podía porque hacer stock solo, cargar todos los productos y viajar es imposible —sigue ella.

Como ninguno podía salir, se encerraron en el depósito con el hijo, que tenía cuatro, y diseñaron el inventario.

—Desde un llaverito hasta una cartera. Empezamos a armar catálogos porque no podíamos afrontar el gasto de una página web en ese momento —habla Lucía.

Hacían los catálogos en Word, los pasaban a PDF y los enviaban por WhatsApp a los clientes.

—Nos empezó a ir muy bien. ¿Por qué? Porque éramos de los pocos que llegábamos a los pueblos con la mercadería. La elegían por catálogo y la enviábamos con comisionista —aporta Jorge.

—Yo tenía el stock en un Excel y lo tenía que descontar a mano. Era un laburazo —continúa Lucía que, además, empezó a promocionar publicaciones en Instagram y Facebook, una herramienta en redes que era relativamente reciente.

Con la pandemia, aprovecharon el producto del momento.

—Me puse a vender alcohol en gel —dice Jorge.

—A las farmacias —cuenta Lucía.

—Vivimos dos meses del alcohol en gel —sigue él.

—Con una bebé recién nacida; lo que eso conlleva —dice ella.

 

Los catálogos eran cada vez más inmensos y el trabajo, más engorroso. Volvieron, así, a la idea inicial y cumplieron el sueño de la página web: www.mixtomayorista.com.ar

Fue mucho trabajo, igual: hubo que volcar todos los artículos al programa de stock. Y de cada artículo, tienen diferentes colores. Por eso, llevó tiempo. Mucho.

 

«Mixto Mayorista» siguió creciendo y decidieron alquilarle el garaje completo a los padres de Jorge que, a su vez, alquilaron otra cochera. Ya hace cuatro años, alquilan un local.

—Para profesionalizar el negocio —dice Jorge y recuerda esos meses en los que todo se hacía con una mecedora al lado, hamacando a la hija o con la pequeña upa, y con el varón, más grande, dando una mano con el armado de los pedidos.

Ahora, al equipo se sumó Antonio, que se encarga de hacer los pedidos o el stock si Lucía no puede, y de mantener el orden en las estanterías.

 

El trabajo vale la pena. Actualmente venden a todo el país y despachan rápido: en el día, con atención personalizada.

—La semana pasada mandamos a Tierra del Fuego —comenta Lucía.

El trabajo vale la pena porque Jorge y Lucía consiguieron tiempo para pasar con sus hijos, para estar con ellos. Incluso, si hay días que necesitan más horas de trabajo, pueden llevarlos al local. Pero también, si alguno se enferma, pueden cerrar y quedarse con ellos en casa.

—Casi nadie tiene esa posibilidad. Podemos estar en familia haciendo todo —dice ella.

 

—Siempre estamos tratando de buscar precio, de cuidar los precios —dice Jorge.

—Y tener cosas nuevas, diferentes —dice Lucía.

—Estamos buscando la oportunidad. Siempre buscando —sigue Jorge.

 

Y quienes buscan, encuentran. 

Él, ella, son ejemplos. 

«Mixto Mayorista» es el ejemplo.

Otros contenidos